A pocos sorprendió la
exclusión de la ciencia y de los avances de las investigaciones sobre el
agudo deterioro climático en la reciente COP-17 realizada en Durban,
Sudáfrica. Como en los cónclaves de Copenhague y Cancún, los principales
contaminadores, encabezados por Estados Unidos, bloquearon toda medida y
compromiso vinculante efectivo y, además, se incomodan con la avalancha
de evidencia científica sobre los efectos ambientales y
socio-económicos del actual patrón tecnológico-energético, centrado en
mercantilizar y especular con los recursos naturales y aún con la
atmósfera por medio del mercado de bonos de carbono.
En Durban prosiguió el business as usual impulsado por el cabildo fósil (carbón, gas, petróleo), orientado al debilitamiento o reversión –como ocurrió con el retiro de Canadá del Acuerdo de Kyoto–, de todo acuerdo vinculante con la reducción de gases con efecto invernadero (GEI).
Este oscurantismo suicida, que evoca episodios inquisitoriales con su negación de los efectos ambientales del patrón capitalista, centrado en la expansión sin límite, se fortalece, sólo que ahora las consecuencias están a la vista y afectan a millones: con mayor frecuencia, extensión e intensidad de huracanes, inundaciones, sequías y devastadores incendios forestales. En Estados Unidos senadores y diputados, receptores de abundantes fondos del cabildo fósil (Exxon-Móbil,Chevron, Valero, Duke, Koch, Edison, Southern Coal, etcétera), quienes desde 1999 al presente han acumulado unos 114 millones de dólares en
donaciones, desplegaron en 2011 una ofensiva contra cualquier regulación ambiental, vetaron mejoras administrativas a la agencia encargada de asuntos oceánicos y atmosféricos y recortaron presupuestos para la investigación climática y la Agencia de Regulación Ambiental, al tiempo que, como recuerda Justin Gillis (NYT 24/12/11) se desataron más desastres climáticos extremos que en cualquier año, desde que se empezaron los registros públicos a finales del siglo XIX. El costo anual de esos eventos ha sido en promedio de mil millones de dólares (mmdd) pero este año en Estados Unidos los daños ascienden a 50 mmdd. En el mundo se dio algo similar, como lo recuerdan las grandes inundaciones en Filipinas, Australia y Asia Sudoriental y la sequía que agobia a la agricultura mexicana.
La ciencia, cuya voz los cabildos quieren acallar, advierte que el fenómeno es antropogénico, vinculado a la emisión de GEI:
Estamos modificando en grandes órdenes de magnitud las propiedades de la atmósfera; esto ya lo sabemos con toda certeza, dice Benjamin D. Santer, climatólogo del Lawrence Livermore National Laboratory, en California: “uno no puede involucrarse en este vasto experimento planetario –calentar la superficie (y luego) calentar y humedecer la atmósfera– sin dejar de tener impacto sobre la frecuencia y la duración de eventos extremos”.
En una junta de la Unión de Geofísicos de Estados Unidos, realizada
en San Francisco, California, a finales de 2011, James Hansen, Ken
Caldeira y Eelco Rohlin, científicos dedicados al estudio del clima,
ofrecieron evidencia, emanada del registro paleoclimático, de que la
sensibilidad climáticapuede ser mayor a lo que se había contemplado hasta ahora. Hansen, director del Instituto Goddard de la NASA, indica que
aun si pudiéramos limitar el calentamiento global a 2 ºC por encima de la era pre-industrial, la tierra podría observar cambios climáticos rápidos y drásticos en este siglo.
Variaciones pequeñas o moderadas de temperatura pueden tener efectos
mayores a lo esperado. El examen detallado del registro paleoclimático
indica, por ejemplo, que cada aumento de temperatura de 1ºC, equivale a
un incremento de 20 metros en el nivel de los océanos.
Aunque en Copenhague y Cancún se estableció un límite de entre 1.5ºC y 2ºC, Hansen et al,
cuyas investigaciones desde los años 80 han sido cruciales, advierten
que el registro paleoclimático sobre las perturbaciones promedio y
extremas de unos 56 millones de años, muestra que la meta de 2ºC
es una re-ceta para el desastre.
John Saxe Fernández
La Jornada
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