Nadie puede darse el
lujo de subestimar la importancia de las ideas. Constituyen el prisma a
través del cual leemos la realidad, la interpretamos y creemos poder
manipularla. En materia de política económica, las viejas y nuevas ideas
son el marco de referencia que dicta prioridades e impone instrumentos
de la política económica a nivel macro y sectorial.
Las ideas de los economistas y filósofos políticos, ya sea que sean certeras o equivocadas son más poderosas de lo que habitualmente se piensa. Los hombres preocupados por la razón práctica, que se consideran exentos de sufrir cualquier influencia intelectual, son habitualmente los esclavos de algún economista difunto. Y conluye Keynes:
Estoy seguro de que el poder de los intereses creados es grandemente exagerado cuando se le compara con el cerco e invasión de las ideas.
Bueno, sabido es que los intereses creados fomentan las ideas que les convienen. De este modo, la dictadura de las ideas se acompaña de la opresión muy real de las armas y la represión física. Así que, desde esta perspectiva, el pasaje de Keynes resulta un tanto engañoso. Para decirlo claro, la opresión de las ideas camina de la mano del despotismo real. Y muy probablemente, sin la primera, el segundo no puede aspirar a durar mucho tiempo.
En su versión vulgar, la teoría económica neoclásica o dominante establece que los salarios se determinan técnicamente por la aportación de cada uno al producto social. Quizás esa representación ha sido la imagen más funcional para mantener el orden social que jamás haya existido. Las clases dominantes han sabido sacar gran provecho de esta visión de las cosas. Y si usted pudiera hacer una encuesta se sorprendería cuánta gente cree que así es, que su contribución al producto económico global es lo que determina su ingreso.
De esta manera, muchos piensan que la desigualdad que rige las sociedades contemporáneas está justificada por un orden tecnológico. Así, ya no es la experiencia religiosa lo que justifica la disparidad. En este marco, el mecanismo económico en su infinita complejidad es lo que explica la diferenciación de clases sociales, así como los niveles de ingreso. Muchos se sorprenderían de saber que nada en la teoría económica convencional justifica esta creencia.
En la realidad los ingresos se determinan por las relaciones de poder y no por una racionalidad tecnológica o por un mecanismo impersonal. Las variables de la distribución se fijan fuera del campo de lo económico, por la lucha entre centrales obreras y uniones de empresarios. Normalmente las segundas gozarán de la protección de las fuerzas armadas y cuerpos de seguridad del Estado, por lo cual su parte del pastel es mayor. Nada que ver con su
productividad.
La representación de la moneda es igualmente importante en su
función ideológica. En los inicios de la teoría económica la moneda fue
introducida como una tecnología: la moneda sería un invento que
permitiría hacer lo mismo que se hace a través del trueque, sólo que de
manera más rápida y cómoda. En Adam Smith, David Ricardo y John Stuart
Mill encontramos sendos pasajes en los cuales la moneda es descrita como
una innovación social que permite realizar las transacciones sin los
requisitos que demanda el trueque. Esa tradición se mantiene en la
moderna (y absurda) teoría de equilibrio general.
Quizás esta idea es aceptada fácilmente porque invoca a nuestra
intuición. Pero las cosas son mucho más complicadas. Lo más importante
es que al confinar a la moneda al reino de la tecnología se le quita uno
de sus principales rasgos, a saber el de tratarse de un objeto
político, creación del Estado. Se abre la puerta a la apropiación
privada de la circulación monetaria a través de la operaciones de la
banca.
Al concebir a la moneda como una simple tecnología de transacciones
se le hace a un lado del proceso de determinacion de precios. El
supuesto es que la moneda no interviene ni en la formación de precios ni
en las cantidades demandadas y ofrecidas. Tampoco en las decisiones de
inversión.
La moneda no es, nunca fue y no podrá ser, una simple tecnología.
Ante todo la moneda es un objeto político, íntimamente relacionado con
la cosa pública. Pero precisamente para permitir el control privado de
la circulación monetaria, la noción de la que la moneda no es más que
una máquina que facilita las transacciones es la forma de tender un velo
sobre su verdadera naturaleza. De aquí la idea de que la creación
monetaria puede ser objeto de apropiación privada, a través de los
bancos, no hay más que un sólo paso. Pero si se cuestiona esta idea de
base, la estatización de la banca es la lógica medida de política
económica. En el contexto de la crisis bancaria global, esta enseñanza
es de gran importancia. Nada justifica la apropiación privada del
espacio monetario. Sólo el despotismo de las ideas sostiene semejante
absurdo.
Alejandro Nadal
La Jornada
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