domingo, 20 de septiembre de 2009

La privatización del mar‏

Antes de la creación de la Organización Mundial del Comercio o de los tratados de libre comercio, ya se contaba con un instrumento fantástico para enriquecerse a costa de los recursos naturales y bienes de uso público de los países del Sur: los monocultivos. Con ellos se podía extraer el máximo rendimiento económico tanto a los ecosistemas como a los trabajadores locales. Este ha sido el camino para la dominación y dependencia desde los tiempos coloniales. Allí están los ciclos dorados –y sus respectivas caídas estrepitosas– de la caña de azúcar, el café o el caucho, sumados ahora a los millones de hectáreas dedicadas al cultivo de la palma aceitera o soja. Pero entre los monocultivos industriales emergentes, hijos del nuevo colonialismo de mercado, existe uno basado en peces carnívoros introducidos en las prístinas aguas del sur del planeta: el monocultivo intensivo de salmónidos en el sur de Chile. A finales de los años ochenta, alrededor del archipiélago de Chiloé y en la región de Los Lagos, se inició la introducción y expansión de la industria de salmones de cultivo, cuya producción en un 98% ha tenido como destino los mercados de Japón, EEUU y la Unión Europea. Esta industria creció hasta alcanzar los 2.400 millones de dólares en 2008, lo que convirtió a Chile en el segundo productor detrás de Noruega. Sin embargo, en menos de dos años, el supuesto milagro salmonero ha mostrado toda su fragilidad. Más de 17.000 trabajadores han sido despedidos, sólo el 20% de los 550 centros de cultivo continúan operando, las producciones han caído en un 60% y la industria acumula una deuda con la banca que supera los 1.600 millones de dólares. ¿Qué hizo quebrar a este espejismo del falso desarrollo? Algo tan diminuto como el virus de la Anemia Infecciosa del Salmón.

Con una presencia muy significativa de multinacionales noruegas, japonesas y españolas (Pescanova), los valiosos y desconocidos fiordos, bahías y canales interiores entre el archipiélago de Chiloé y la Patagonia chilena se encuentran atestados de jaulas circulares de 30 metros por 60 de profundidad donde se engordan los salmónidos. Un sistema de monoproducción intensiva, con altos costes ecológicos y sociales, externalizados, y billonarias ganancias privatizadas. Como dice mi amigo y colega veterinario Juan Carlos Cárdenas, director de la ONG Ecoceanos, “en el sur de Chile las multinacionales salmoneras hacen todo lo que no les está permitido hacer en sus países”. Cárdenas explica que Chile presenta para la industria salmonera extraordinarias ventajas comparativas con respecto al norte de Europa. Tanto en los aspectos ambientales, como en las políticas gubernamentales de incentivo a la inversión extranjera. Ello, asegura el acceso a fuentes de harina y aceite de pescado, mano de obra barata, subsidios y una legislación ambiental y sanitaria bastante laxa. Criar salmones como si estuvieran en latas de sardinas es el equivalente a porquerizas flotantes o la cría industrializada de gallinas. Tan embutidos se encuentran que, según fuentes del propio Servicio Nacional de Pesca, la industria empleó 600 veces más antibióticos por tonelada de salmón producido en comparación con Noruega. También preocupan los salmones que, temerosos de su futuro, consiguen escapar de sus prisiones y que amenazan la supervivecia de diversas especies autóctonas de peces y, por lo tanto, a la pesca artesanal. Pesca que, por otro lado, se ha reducido gravemente, puesto que para alimentar a los salmones a domicilio se les lleva jureles, anchovetas y sardinas. Para producir un kilo de salmón en confinamiento se requieren entre cinco y ocho kilos de estas especies de peces silvestres habituales en la dieta humana. Un desastre en conversión energética, un desastre para miles de pescadores de pequeña escala. Si están pensando que ellos al menos podrán pescar los salmones escapados, se equivocan. En el sur de Chile está prohibido pescar y vender los salmones que se encuentran en el mar, pues siguen siendo propiedad de las mencionadas salmoneras multinacionales. ¿Salmones con código de barras?

Para que el plato de salmón salga tan barato también habrá que gastar lo mínimo en el personal que trabaja en el mar y en las plantas de procesamiento. Raúl Zibechi, de la organización Programa de las Américas, escribe sobre las malas condiciones de trabajo de las 50.000 personas empleadas en el sector: “Dos tercios de las empresas salmoneras violan la legislación laboral. Las mujeres, que son el 70% de las trabajadoras del sector y el 90% en las plantas, sufren por el frío, la humedad, el hacinamiento y las trabas para ir al baño”. Decía que el monocultivo de salmón es muy demostrativo porque, con unos años de antelación, está pasando por unas fases que ahora nos parecen rutinarias. En el año 2007, antes de la crisis financiera mundial, llegó la crisis al sector por la entrada del virus en los centros de producción, y poco después el Gobierno chileno se lanzó al rescate de la industria salmonera por dos vías: la entrega sin condiciones de una línea de crédito y una polémica modificación de la Ley de Pesca y Acuicultura para permitir la cesión perpetua de derechos sobre el litoral costero a las compañías salmoneras (incluidas las multinacionales), permitiendo que las compañías deudoras pudieran hipotecar con la banca acreedora las concesiones de acuicultura. Es decir, bienes nacionales de uso público, con los que los bancos podrán especular, comprar y vender. Los principales bancos acreedores son el BBVA, Rabobank e Itaú. En otras palabras, se privatiza un recurso público, se privatiza el mar. Otro monocultivo en estrepitosa caída.

Gustavo Duch es Ex director de Veterinarios sin Fronteras y colaborador de la Universidad Rural Paulo Freire
Fuente: Público

viernes, 18 de septiembre de 2009

¿Llegó la hora de poner fin a la globalización?

El actual desplome global, el peor desde la Gran Depresión de hace 70 años, vino a remachar el último clavo en el ataúd de la globalización. Ya asediada por unos hechos que mostraban el incremento de la pobreza y de la desigualdad cuando los países más pobres experimentaron poco o ningún crecimiento económico, la globalización se ha visto terminalmente desacreditada en los dos últimos años, cuando el proceso, anunciado a bombo y platillo, de la interdependencia financiera y comercial invirtió su marcha para convertirse en correa de transmisión, no de prosperidad, sino de crisis y colapso económicos.

Fin de una era

En sus respuestas a la actual crisis económica, los gobiernos hablan con la boca pequeña de coordinación global, pero impulsan programas separados de estímulo económico para revitalizar sus mercados nacionales. Al hacerlo, los gobiernos pospusieron el crecimiento orientado a la exportación, motor principal de tantas economías, aun rindiendo el tributo de rigor a la promoción de la liberalización comercial como medio de contrarrestar el desplome global concluyendo la Ronda Doha de negociaciones comerciales bajo los auspicios de la Organización Mundial de Comercio.

Se reconoce cada vez más que no hay posibilidad de regresar a un mundo centralmente dependiente del gasto ilimitado de los consumidores norteamericanos, puesto que éstos se hallan en la bancarrota y nadie se apresta a ocupar su lugar.

Además, ya sea mediante acuerdos internacionales o unilateralmente ejecutadas por gobiernos nacionales, es lo más seguro que se imponga un rimero de restricciones al capital financiero, la desembridad movilidad del cual ha sido el percutor de la presente crisis.

Sin embargo, el discurso intelectual todavía no ha mostrado demasiados signos de ruptura con la ortodoxia. El neoliberalismo, con su énfasis en el libre comercio, la primacía de la empresa privada y un papel minimalista del Estado, sigue siendo la lengua franca de los fabricantes de políticas.

Los críticos del fundamentalismo de mercado que pertenecen al establishment, incluidas luminarias como los Premios Nobel Joseph Stigitz y Paul Krugman, se han enmarañado en interminables debates sobre el grado de duración que deben tener los programas de estímulos y sobre si el Estado debería mantener su presencia intervencionista en la industria automotriz y en el sector financiero, o, si, una vez lograda la estabilización, debería devolver las compañías y los bancos al sector privado. Además, algunos, como el propio Stiglitz, siguen creyendo en lo que lo que ellos perciben como beneficios económicos de la globalización, a condición de mitigar sus costes sociales.

Pero las tendencias en curso están desbordando a toda velocidad tanto a los ideólogos de la globalización neoliberal como a muchos de sus críticos, y desarrollos impensables hace unos pocos años van cobrando vida. "La integración de la economía mundial se halla en práctico retroceso por doquiera", escribe The Economist. Aunque la revista observa que las corporaciones empresariales siguen creyendo en la eficacia de las cadenas de oferta global, "como cualquier cadena, éstas son tan fuertes como su eslabón más débil. El momento peligroso llegará cuando las empresas decidan que este modo de organizar la producción ha llegado a su fin".

La "desglobalización", un término que The Economist me atribuye, es un desarrollo que la revista, el primer bastión mundial de la ideología del libre mercado, contempla como negativo. Sin embargo, yo creo que la desglobalización es una oportunidad. En efecto, mis colegas de Focus on the Global South y yo fuimos los primeros en proponer la desglobalización como un paradigma general para reemplazar a la globalización neoliberal. Y lo hicimos hace una década, cuando las tensiones, las presiones y las contradicciones que ésta ha traído consigo se hicieron dolorosamente evidentes.

Elaborado como una alternativa sobre todo para los países en desarrollo, el paradigma de la desglobalización no deja de ser pertinente para las economías capitalistas centrales.

Los 11 pilares de la alternativa

El paradigma de la desglobalización tiene 11 puntos clave:

1 La producción para el mercado interior tiene que volver a ser el centro de gravedad de la economía, antes que la producción para los mercados de exportación.

2 El principio de subsidiariedad debería respetarse como un tesoro en la vida económica promoviendo la producción de bienes a escala comunitaria y a escala nacional, si ello puede hacerse a coste razonable, a fin de preservar la comunidad.

3 La política comercial –es decir, cupos y aranceles— tiene que servir para proteger a la economía local de la destrucción inducida por mercancías subsidiadas por grandes las corporaciones con precios artificialmente bajos.

4 La política industrial –incluidos subsidios, aranceles y comercio— tendría que servir para revitalizar y robustecer al sector manufacturero.

5 Unas medidas, inveteradamente pospuestas, de redistribución equitativa del ingreso y de redistribución de la tierra (incluida una reforma del suelo urbano) podrían crear un mercado interno vigoroso que serviría de ancla de la economía y generaría los recursos financieros locales para la inversión.

6 Restar importancia al crecimiento, dar importancia a la mejora de la calidad de vida y maximizar la equidad reducirá el desequilibrio medioambiental.

7 Hay que propiciar el desarrollo y la difusión de tecnología que se compadezca bien con el medio ambiente, tanto en la agricultura como en la industria.

8 Las decisiones económicas estratégicas no pueden abandonarse ni al mercado ni a los tecnócratas. En cambio, hay que aumentar el radio de alcance de la toma democrática de decisiones en la vida económica, hasta que todas las cuestiones vitales (como qué industrias desarrollar o condenar, qué proporción del presupuesto público hay que dedicar a la agricultura, etc.) estén sujetas a la discusión y a la elección democráticas.

9 La sociedad civil tiene que controlar y supervisar constantemente al sector privado y al Estado, un proceso que debería institucionalizarse.

10 El complejo institucional de la propiedad debería transformarse en una "economía mixta" que incluyera cooperativas comunitarias, empresas privadas y empresas estatales y excluyera a las corporaciones transnacionales.

11 Las instituciones globales centralizadas, como el FMI y el Banco Mundial, deberían ser substituidas por instituciones regionales fundadas, no en el libre comercio y la libre movilidad de capitales, sino en principios de cooperación que, para usar las palabras de Hugo Chávez en su descripción de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), "transcienda la lógica del capitalismo".

Del culto a la eficiencia a la economía eficaz

El propósito del paradigma de la desglobalización es superar la economía de la eficiencia estrecha, cuyo único criterio clave es la reducción del coste por unidad, por no hablar de la desestabilización social y ecológica que el proceso inducido por el respecto supersticioso de ese criterio trtae consigo. Es superar un sistema de cálculo económico que, por decirlo con palabras de John Maynard Keynes, "convierte todo el comportamiento vital … en una suerte de paradójica pesadilla de contables". Una economía eficaz, en cambio, robustece la solidaridad social subordinando las operaciones del mercado a los valores de equidad, justicia y comunidad y ensanchando la esfera del proceso de toma democrática de decisiones. Para servirnos del lenguaje del gran pensador húngaro Karl Polanyi en su libro La gran transformación, la desglobalización monta tanto como "reincrustar" la economía en la sociedad, en vez de dejar a la sociedad abandonada al control de la economía.

El paradigma de la desglobalización sostiene también que un modelo extremistamente unidimensional, como el neoliberalismo o como el socialismo burocrático centralizado, es disfuncional y desestabilizador. En cambio, habría que esperar e incentivar la diversidad, como en la naturaleza. La teoría económica alternativa tiene principios compartidos, y esos principios han aparecido ya substancialmente en la lucha contra y en la reflexión crítica sobre el fracaso del capitalismo y del socialismo centralizados.

Sin embargo, la articulación concreta de esos principios –los más importantes de los cuales acaban de ser mencionados— dependerá de los valores, de los ritmos y de las elecciones estratégicas de cada sociedad.

El pedigrí de la desglobalización

Aunque pueda sonar radical, lo cierto es que la desglobalización no es ninguna novedad. Su pedigrí incluye los escritos del eminente economista británico Keynes, quien, en el momento culminante de la Gran Depresión, se avilantó a dejar esto dicho: "No deseamos… estar a merced de fuerzas mundiales que generan, o tratan de generar, algún equilibrio uniforme, de acuerdo con principios de capitalismo de laissez faire". En efecto, proseguía, para "un abanico crecientemente extendido de productos industriales, y tal vez también agrícolas, se me ha hecho dudoso que el coste económico de la autosuficiencia sea lo bastante grande como para contrarrestar las otras ventajas dimanantes de reunir gradualmente al productor y al consumidor en el ámbito de la misma organización nacional, económica y financiera. Se acumula la experiencia probatoria de que el grueso de los procesos de la moderna producción en masa pueden ejecutarse en la mayoría de los países y en la mayoría de los climas con una eficiencia prácticamente idéntica".

Y con palabras que suenan muy contemporáneas, concluía Keynes: "Yo simpatizo… más con quienes querrían minimizar que con quienes querrían maximizar la urdimbre de imbricación económica entre las naciones. Las ideas, el saber, el arte, la hospitalidad, los viajes; todas esas cosas deberían, por su propia naturaleza, ser internacionales. Pero dejemos que los bienes se hagan en casa cuando ello sea razonable y convenientemente posible; y sobre todo, dejemos que las finanzas sean prioritariamente nacionales."

Walden Bello, profesor de ciencias políticas y sociales en la Universidad de Filipinas (Manila), es miembro del Transnational Institute de Amsterdam y presidente de Freedom from Debt Coalition, así como analista sénior en Focus on the Global South.

Fuente original: http://opinion.inquirer.net/viewpoints/columns/view/20090906-223796/The-Virtues-of-Deglobalization

Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón