A la tierra le duele el capitalismo. Al menos su versión actual, en
la que ha decidido que todo es susceptible de ser empaquetado como
activo y enviado a los mercados financieros. Nada es ajeno a la fiebre
de las plusvalías. Incluso las tierras de labor, vitales para la
condición humana, están sufriendo enorme presión. En los últimos tres
años, entre 60 y 80 millones de hectáreas (una superficie similar a la
mitad de Francia) han cambiado de manos. Incluso hay quienes, como la
firma independiente Global Land Project, sitúan esta cifra solo para
África en 63 millones. Por si no bastara, el Banco Mundial revela que,
en 2010, los inversores extranjeros “han expresado su interés” en 56
millones de hectáreas de tierra de cultivo en todo el mundo. E Intermón
Oxfam habla de 67 millones confirmadas. Pues uno de los problemas es “la
falta de transparencia. Ya que se ocultan datos e informes”, avisa
Lourdes Benavides, responsable de Justicia Económica de esta ONG.
Es imposible que este acoso no tenga consecuencias. La primera es una
deslocalización agraria, como antes hubo una industrial y otra del
sector servicios. Medio mundo se ha lanzado a comprar tierras fuera de
su país de origen. Arabia Saudí (que en 2008 tuvo que cancelar un
programa de explotación intensiva de trigo, que buscaba el
autoabastecimiento, porque era insostenible desde el punto de vista de
consumo de agua), India, China y Holanda están comprando o arrendando
importantes extensiones en África, Asia y América Latina. Y lo hacen a
través de instrumentos financieros o empresas nacionales. Todos quieren
asegurarse los alimentos y sus ganancias. Pero este movimiento plantea
una gran inquietud: “Si dejas que este proceso de deslocalización siga
su curso, habrá millones de personas desplazadas, perdidas y con
hambre”, advierte Henk Hobbelink, coordinador de la ONG Grain.
Desde luego, a los mercados y a los especuladores, esta advertencia
les llega con la fuerza de un susurro. Sus cuentas están hechas. La
Organización para la Agricultura y la Alimentación de las Naciones
Unidas (FAO) estima que la producción de alimentos ha de crecer un 50%
hasta 2050 para satisfacer la demanda mundial, y esto supone, se vista
como se vista, un negocio cautivo.
Pero lo inesperado no es que se especule con las tierras, sino
quiénes lo hacen. Los fondos de pensiones están destinando entre 5.000 y
15.000 millones de dólares a la compra de fincas de cultivo, afirma un
trabajo publicado por Grain. Ya no son solo los fondos de inversión o de
private equity los que buscan esos beneficios, ahora, grandes fondos
estatales suecos, estadounidenses, daneses y holandeses han visto la
posibilidad de negocio. Y, claro, a muchos les rechina, desde una mirada
ética, que instrumentos pensados para asegurar la jubilación de
trabajadores terminen buscando ganancias en esas tierras.
Tal vez rechine aún más que universidades como Harvard, Spelman o
Vanderbilt estén en este negocio. Así lo ha evidenciado el think tank
Okland Intitute en un informe de conclusiones inquietantes. Asegura que
fondos de pensiones, hedge funds (vehículos de alto riesgo) y
especuladores europeos y americanos están comprando enormes extensiones
agrícolas en el continente africano. Muchas de ellas se destinan a la
producción de biocombustibles o flor cortada en vez de alimentación
básica. En Mozambique, según el periódico The Guardian, de las 433.000
hectáreas aprobadas para inversión agrícola entre 2007 y 2009, solo
32.000 se destinaron al cultivo de alimentos.
Por si fuera poco, parece que algunas lecciones no se terminan de
aprender. “Las mismas compañías financieras que nos metieron en una
recesión global inflando la burbuja inmobiliaria con arriesgadas
maniobras ahora están haciendo lo mismo con el suministro mundial de
alimentos”, afirma, en una clara alusión a multinacionales y bancos de
inversión, a través de una nota, Anuradha Mittal, director ejecutivo del
Okland Institute.
Buscar un punto de equilibrio entre alimentación y compañías
financieras es muy complicado. El banco holandés Rabobank es una de las
entidades con más presencia en este sector. Su fondo Rabo Farm Europe
(gestiona 315 millones de euros) invierte en tierras de cultivo y en
granjas con una “visión de largo plazo”, dicen. “El rendimiento esperado
es doble”, afirma desde Holanda Stefan Baecke, su consejero delegado.
“Estamos pidiendo un precio de arrendamiento razonable a los granjeros
por nuestras propiedades e intentamos lograr beneficios indirectos a
largo plazo: entre 10 y 15 años”. Ambas fuentes de ingresos deberían dar
una rentabilidad superior en un par de puntos a la inflación.
Otro jugador de peso es DWS Investments, la gestora de fondos de
Deutsche Bank. Su “estrategia para la agricultura mueve 4.000 millones
de dólares”, confirma, desde Nueva York, Ralf Oberbannscheidt, gestor
del fondo DWS Invest Global Agribusiness (3.018 millones de dólares en
agosto de este año). Eso sí, son conscientes de manejar un material
delicado y sometido a una elevada presión. “Hay que invertir de una
forma muy cuidadosa para minimizar cualquier tipo de impacto negativo”,
apunta. “Por eso es necesario conocer el entorno rural en el que se
invierte y a la vez desarrollar infraestructuras para que esa producción
sea sostenible”.
No solo los instrumentos financieros han visto la oportunidad de
hacer negocio, también los inversores particulares. Sai Ramakrishna
Karaturi es el mayor productor de rosas del mundo. Hizo fortuna con
ellas en Kenia, y ahora explota, según Grain, 300.000 hectáreas de
tierra en Etiopía por las que paga una renta ínfima. El Gobierno etíope
las está arrendando a los inversores extranjeros a veces por menos de 10
dólares por hectárea y en plazos de 20 a 45 años ampliables a 99. En el
vecino Sudán apenas llega a los 25 céntimos de dólar por año y acre
(4.406 metros cuadrados) en un periodo de ocho a 32 años.
En gran parte de África, la propiedad de la tierra es estatal y los
pequeños agricultores (responsables del 80% de la producción agrícola
mundial) son desplazados de unas tierras sobre las que no tienen ningún
derecho escrito. Una desprotección que choca contra la fortaleza
económica de países como India. No es de extrañar que empresas radicadas
allí pensemos en Olam International (que ha comprado 17.000 hectáreas
en Argentina para cultivar cacahuetes y 16.000 en Uruguay para
explotación láctea); Varun International (se ha hecho con 230.000
hectáreas para arroz y maíz en Madagascar) o KS Oils (plantará palmeras
en 130.965 hectáreas en Indonesia), que son muy activas en la compra de
terrenos.
Puesto que no existe actuación sin reacción, hay que preguntarse de
qué manera afecta esta tensión compradora al coste de los alimentos. “No
es fácil saber si la adquisición de tierras agrícolas y la especulación
en materias primas aumenta los precios. Podría ser, pero también hay
influencias positivas”, dice Gertjan van der Geer, gestor del fondo
Pictet Agriculture. Menos dudas tiene Stefan Baeck, responsable de Rabo
Farm: “Invertir en tierras de cultivo sin la estrategia adecuada acerca
de cómo abordar las sensibilidades y los requerimientos de los grupos de
interés se traducirá en una inversión fallida con impacto negativo en
los precios de los alimentos”.
El País
http://www.elpais.com/articulo/economia/global/Pelea/nuevas/tierras/elpepueconeg/20111023elpnegeco_1/Tes
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