Sobran razones para movilizarse el 15 de octubre. La significación
misma de «crisis» está en crisis: no remite ya a una desestructuración
transitoria dentro de un sistema determinado, sino a un proceso regular
de concentración de riqueza entre las oligarquías financieras,
económicas y políticas trasnacionales y la distribución de las pérdidas
en amplias franjas sociales. Lo que antaño se concibió como una
excepción constituye ahora la regla. No es que esta excepcionalidad sea
novedosa: históricamente, la han usado los estados para justificar
masacres diversas. Lo que en cambio sí es novedoso es la extensividad
que ha adquirido el estado de excepción: se invoca, de facto, para tomar de forma habitual decisiones antipopulares diversas, como por ejemplo, en el caso de España, la reforma express
de su constitución, la reforma de pensiones, la reforma laboral o, en
un sentido más amplio, la instauración de un escudo antimisilístico tan
delirante como oneroso.
La idea misma de «catástrofe» ecológica y
social entra a escena no ya como un acontecimiento estrictamente
incontrolable sino como un coste que esas oligarquías asumen como efecto
de sus políticas de concentración económica y devastación planetaria.
Lo que podría concebirse tiempo atrás como una circunstancia eventual
forma parte de nuestra crónica diaria. Lo más terrible e infame es que
encima nos lo presentan como una realidad inevitable y necesaria, como
la única posibilidad que nos toca vivir a nosotros porque, desde luego, ellos se sitúan a distancia, en ese régimen de excepcionalidad que han institucionalizado para eximirse de dar cuenta de sus actos.
A
la heterogeneidad de esa multitud que somos, la homogeneidad de “ellos”
es flagrante: los unifica la ambición desmedida de lucro, el deseo
voraz de deglutir al otro, con tal de asegurar el goce prometido en la
apropiación de los bienes convertidos en mercancías. No les importa que,
dentro esa lógica aberrante, tanto los otros seres humanos como la
naturaleza en su conjunto sean tratados como cosas.
Prueba de su
concepción positiva de la crisis -que cosifica lo humano y humaniza las
cosas, en un proceso de inversión al que Marx se refirió como el
«fetichismo de la mercancía»- es la retórica oportunista de una casta
empresarial que vive a resguardo el naufragio colectivo. De sobra
conocemos ese discurso que enfatiza el carácter de «oportunidad» de la
crisis, minimizando su costado más perverso y destructivo. Es cierto que
una crisis abre la posibilidad de una reestructuración o de nuevas
decisiones, pero nada señala de antemano la dirección específica que
pueden adquirir o el sujeto que, en efecto, “capitalizará” dicha
oportunidad. En suma, para los millones que se hunden cada día
–desahuciados, parados, marginados, harapientos, urgidos- la
desfinanciación del estado de bienestar y la financiación del estado
policial y de la banca no constituyen, en sí mismas, ninguna
oportunidad, ni mucho menos en términos inmediatos.
A pesar de lo dicho, no deja de ser cierto que la movilización colectiva permanente puede
transformar esos obstáculos en una ocasión para una nueva fase de lucha
política, mejor autoorganizada y con mayor coordinación a nivel
internacional, que permita la producción de un poder popular
constituyente. Los damnificados, cada vez más, constituimos una multitud
que implica y rebasa, simultáneamente, los antagonismos de clase.
«Indignados» es el nombre de una multiplicidad social despojada de parte
de sus logros históricos y sus derechos fundamentales, tanto
económicos, como sociales y culturales (como por ejemplo el acceso a la
vivienda, a un trabajo relativamente digno, a un sistema sanitario y
educativo satisfactorio, a unos procesos judiciales justos o a unas
prestaciones sociales indispensables para reducir las desigualdades
intrínsecas al capitalismo.
Nada de eso reduce el devenir de ese
movimiento social a unas luchas puramente defensivas (1), ni mucho
menos habilita a una lectura reduccionista que lo reduce a un sujeto
juvenil pequeño-burgués. Porque si algo caracteriza ese movimiento es la
carencia de uniformidad ideológica y social. Más bien, se trata de una
pluralidad de grupos sociales orientados por un diagnóstico crítico,
aunque variable, con respecto a la realidad actual. Eso supone una
deriva que con razón puede inquietar, pero no hay forma de resolverla a
priori, puesto que su estructuración programática no viene definida de
arriba, sino que es producto de una negociación simbólica constante,
esto es, de un colectivo de carácter asambleario y horizontal.
Para
mayor dificultad, los obstáculos a los que nos referimos no son de
carácter local. La mundialización capitalista es también campo propicio
para que unas pocas corporaciones se muevan con total impunidad entre
diferentes territorios, según las condiciones de explotación y
rentabilidad comparativas de cada uno de ellos. A esas corporaciones,
como su contrapartida necesaria, hay que sumar unos poderes financieros
absolutamente descontrolados que invierten en las “oportunidades de la
crisis”, esto es, que multiplican sus beneficios a fuerza de una
especulación que incluye la «especulación alimentaria» (en breve:
almacenar alimentos para que se encarezcan, incluso si ello supone la
inanición de millones de humanos) o la especulación con la deuda mal
llamada soberana (la obtención de dinero por parte de entidades
financieras con una tasa de interés baja y la recolocación en los mismos
estados prestamistas con una tasa de interés notoriamente mayor).
Esos
poderes económico-financieros globalizados hacen manifiesta la
insuficiencia de cualquier lucha que se despliegue solamente a nivel
local. Incluso los estado-nación muestran una soberana impotencia con
respecto a decisiones fundamentales, tomadas en ámbitos interestatales
como es la Comisión Europea que, a su vez, muestra ante los operadores
de mercado una servidumbre indiscutida. En esas condiciones, la
internacionalización de la revuelta es, estratégicamente, impostergable.
La única forma de afrontar una arremetida global es responder
globalmente, lo que no significa en absoluto que se pierdan de vista las
peculiaridades locales.
El 15 de octubre cada uno de nosotros
puede y debe sumarse a un grito colectivo que no quiere limitarse a
constatar el desastre sino a construir otro mundo social posible. Ese
grito será cada vez más común, a pesar de la hegemonía del
neoconservadurismo en España y de las probables políticas de ajuste que
sobrevuelan nuestro futuro inmediato.
No se trata de tomar la
calle solamente para defendernos ante una de las peores ofensivas del
capital en los últimos dos siglos o de un sistema político con nula
credibilidad para muchos de nosotros, por no hablar de sus evidentes
déficits democráticos, como es el caso vergonzante de la ley electoral
en España (que blinda el bipartidismo a nivel nacional) o a la creciente
tendencia a criminalizar un movimiento pacífico de protesta que se
extiende más allá de las fronteras, legítimo para cualquier sociedad que
se precie de pluralista o que respete mínimamente el derecho
constitucional a manifestarse y reunirse libremente. Más bien, la
apuesta política fundamental del 15O es alentar un proceso de cambio global, esto es, seguir
impulsando una revuelta pacífica en todo el mundo que muestre que la
lucha no sólo es posible y deseable sino absolutamente irrenunciable si
no queremos habitar entre las ruinas. En otros términos, es comenzar a
tomar la iniciativa política para erosionar, a corto plazo el
neoliberalismo y a largo plazo el capitalismo. Confluir en diferentes
partes del mundo es empezar a configurar un contrapoder global que la
más brutal de las represiones policiales puede desacelerar pero no
evitar.
Si algo resulta claro en el presente es que este
antagonismo popular está determinado por unas condiciones estructurales
que seguirán afianzándose si no articulamos unas resistencias colectivas
y no elaboramos un proyecto de sociedad diferente. La repolitización de
estas prácticas sociales está en curso y abre camino a la posibilidad
de de una política democrática radical. Nada garantiza que esa política
termine siendo hegemónica, pero lo que sí es seguro es que sin acciones
colectivas articuladas a nivel mundial el horizonte que se avizora se parece cada vez más a una pesadilla colectiva.
Al
menos en lo inmediato, seguiremos moviéndonos en el riesgo elevado de
una restauración autoritaria del control por parte de los guardianes del
orden. Pero nuestra salida sólo puede forjarse a fuerza de erosionar
las políticas del miedo. Más que resignarse ante la crisis, tenemos que
poner en crisis la resignación.
Una diversidad de razones nos
movilizan: desde el autismo del sistema político ante las
reivindicaciones ciudadanas como las falencias democráticas del sistema
electoral, desde una política fiscal regresiva hasta la escandalosa
transferencia de pérdidas del sistema financiero a la ciudadanía, sin
olvidar el desmembramiento de lo que queda del “estado de bienestar”, el
insostenible nivel de desempleo o la precarización laboral
generalizada, así como la expandida corrupción institucional y
empresarial, la actuación delictiva de la banca, la mala complicidad
mediática ante la violencia sistémica o el uso demagógico de la
xenofobia y el racismo, por mencionar algunos puntos nodales entre
tantos otros.
Nuestro “derecho a soñar” se fundamenta en la
pesadilla que este sistema significa, cada día, para la inmensa mayoría
de la población. Forma parte de nuestro deber ético seguir elaborando
ese sueño colectivo con sentido crítico, sin autocomplacencias. Estamos
lejos de lo que deseamos, pero marchar hacia ese horizonte -que no
preexiste a la marcha- es nuestro camino. En esa incertidumbre
insoslayable nos movemos. No sabemos dónde llegaremos, pero arrastramos
con nosotros la convicción apremiante de que necesitamos construir una
alternativa en la que la moneda de cambio no sea la injusticia presente.
El 15 de Octubre es una oportunidad histórica para mostrar
nuestro deseo colectivo de cambiar el mundo, en un sentido radical, para
que «democracia» no sea el nombre de una farsa. No es punto de arribo a
ninguna parte, sino un momento crucial para hacernos visibles a
nosotros mismos y mostrar así, también a ellos, cuán decididos estamos a
seguir luchando. Lo que está en juego, en pocas palabras, es la promesa
de otra vida en común. Concretar esa promesa forma parte de nuestro
devenir.
Nota:
(1) Para una reflexión centrada en el movimiento 15M remito a http://www.kaosenlared.net/noticia/democracia-revuelta-experiencia-ruptura-15-m
Arturo Borra
Rebelión
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=137378&titular=15-de-octubre:-por-la-internacionalizaci%F3n-de-la-revuelta-
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