Quizá la actualización de la
llamada de Karl Marx en su Manifiesto Comunista a los “proletarios de todos los
países” fuera hoy una convocatoria a los ciudadanos del mundo que se sienten
indignados por el proceso de empobrecimiento que estamos experimentando desde
hace ya más tiempo de lo que parece. Aunque este resulte un tanto amorfo,
podríamos estar, provisionalmente, ante lo que se denominó en el pasado un
“sujeto histórico”.
Lo más relevante es que, desde la Puerta del Sol a Wall
Street, teniendo bien en cuenta la plaza griega Syntagma, pero sin olvidar los
gritos de las clases medias y populares de las sociedades árabes, se está
asistiendo a un proceso de construcción social, colectiva, de quiénes son los
principales responsables de la crisis económica y financiera, una Gran Recesión
que ya se ha convertido en un estado normal en la vida de los ciudadanos.
Esta nueva atribución de
responsabilidades viene por fuerza relacionada con el aumento de lo que
podríamos denominar la frontera de posibilidades de información, propiciado por
la actual era de las comunicaciones: si la etapa televisivo-cinematográfica, en
la que la imposición de la imagen en movimiento dejaba escaso margen para la
duda y la imaginación, nos ofreció los peores peligros externos –comunistas,
marxistas, islamistas o terroristas de distintos tipos–, la proliferación de
innumerables canales y redes para compartir informaciones amenaza a los
previsibles discursos dictados desde los aparatos de vigilancia del poder. De
esta forma, frente a la proyección pública de un cierto renacimiento de los
nacionalismos europeos (los griegos y los españoles son vagos, los alemanes,
holandeses y finlandeses, ahorrativos y honrados…), nos encontramos con que la
mayoría de los protestatarios considera que el mundo de las finanzas tiene un
excesivo poder, que los estados están demasiado sometidos a la banca privada y
que, en definitiva, las decisiones que más afectan a pie de calle no tienen
precisamente su origen en organismos elegidos por los ciudadanos que tienen que
sufrir sus consecuencias.
Esta iniciada fase de
transformación de las formas de pensar proviene de un cierto proceso de
cualificación obligatoria: el endurecimiento de las condiciones de vida choca
con el nivel de formación de muchos de los afectados que, ayudados por las
nuevas tecnologías informativas, han conseguido relacionar aquello que veían
tan lejano –los mercados de acciones, las instituciones comunitarias, los
fondos especulativos– con lo que les afecta en su vida cotidiana –precios,
nivel de desempleo, deterioro de las infraestructuras, necesidad de emigrar,
etcétera–.
Con este punto de partida, las
manifestaciones que este sábado tienen lugar constituyen una oportunidad de
globalizar aún más la protesta: la ciudadanía, con la puesta en común global de
los culpables y de posibles soluciones a los problemas, aspira a recortar
cierto terreno a los flujos financieros, a las multinacionales y a los poderes
que llevan extendiendo mundialmente sus tentáculos desde finales de los años
setenta e incluso desde antes. El sujeto concienciado y en cierto modo
deslocalizado se convierte en un elemento enormemente peligroso para un sistema
mundial que requerirá de grandes cambios para adaptarse a estas reacciones.
Huelga decir que queda mucho por
hacer, pero que quizá se divisa uno de los mejores caminos a seguir: si ha sido
un acto de información, de reflexión sobre las posibles verdaderas causas de
nuestros problemas, lo que ha llevado a las plazas y a las acampadas, no es
demasiado temerario afirmar que este tipo de ejercicios constituya la mejor
senda para el éxito de este proceso que, según el curso que tome, podría ser
revolucionario. No es un camino precisamente fácil de recorrer. Queda
pendiente, en este sentido, plantearse si la banca y los gobiernos han sido los
únicos causantes o, al mismo tiempo, representan también las consecuencias de
una dinámica social de la que hemos participado todos: el consumo desaforado
proyectado en el crédito barato, la ansiedad por asegurar nuestras propiedades,
la competitividad a toda costa, el miedo a lo desconocido, etcétera. A todos
estos demonios les ha correspondido un conjunto de entidades de servicios
privados que ha hecho de los últimos años una auténtica era dorada de los
negocios. Por ello, el cambio global exige una reflexión sobre lo que el
individuo ha de cambiar para que el sistema resultante sea bien distinto.
Hoy es un día para continuar con
una experiencia que requiere de esfuerzos colectivos, individuales y
comunicativos de todo tipo. La ciudadanía aspira a poner la sociedad de la
información de su lado y a saber qué está pasando realmente. Profundizar en los
problemas que sufrimos trae consigo reconocer la descomunal tarea de
solucionarlos. Los estudiosos de la
Escuela de Fráncfort, en los años cincuenta y sesenta del
siglo pasado, ya consideraron prostituido el proyecto humanista e ilustrado de
la modernidad. Hemos perdido 50 años más desde entonces. De la humildad, el
trabajo y la acción individual y conjunta depende que se ponga una primera o
una segunda piedra en el camino.
Economista e investigador en Ciencias Sociales por la Universidad de Málaga
Público
http://blogs.publico.es/dominiopublico/4119/indignacion-global/http://blogs.publico.es/dominiopublico/4119/indignacion-global/
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