sábado, 29 de octubre de 2011

Movilizaciones globales

Las grandes manifestaciones que se han desarrollado en más de 80 países y casi mil ciudades del planeta, constatan el malestar general de cientos de miles de personas, anónimas la mayoría, que por primera vez, en algunos casos, salieron a la calle a mostrar su rechazo al poder de la banca, el capital financiero y las trasnacionales. Sin duda han existido otros motivos, pero en líneas generales ese ha sido el punto de unión que las identifica.
 
La actual crisis se expresa por el poder desmedido acumulado por los centros de decisión financiera. Poder que es proporcional a la pérdida de autonomía de la política. La balanza desde hace muchos años se ha desequilibrado en favor de los mercados. Las propuestas del G-20, lanzadas el mismo 15 de octubre, de seguir desregulando, se convierten en más de lo mismo. En otras palabras, apagar el fuego con gasolina. Los banqueros son perseverantes, y mientras queden leyes reguladoras seguirán buscando su derogación, en pro de legitimar inversiones especulativas de riesgo sin considerar las repercusiones sociales ni políticas, aunque ello suponga un suicidio en el medio plazo. La avaricia es el sino del capitalismo y no su excepción. Quienes hoy deciden no están dispuestos a retroceder ni un milímetro. Y la clase política prisionera de los mercados, tampoco reacciona. En este contexto, el panorama se vuelve gris y la atmósfera espesa. No hay quien tenga voluntad de poner el cascabel al gato o lo que es lo mismo meter en vereda a los especuladores, banqueros, empresarios y políticos corruptos. La política con mayúsculas, se bate en retirada. Postrados ante los amos de las finanzas, quienes practican la política chatarra prefieren arrodillarse y bajar la cabeza, convirtiendo el proceso de toma de decisiones en un complemento desde el cual garantizar el itinerario diseñado por las grandes corporaciones y sus magnates a fin de agrandar la brecha entre ricos y pobres. El costo es tremendo, no sólo se degrada la política al tiempo se produce una oligarquización del poder. Cómplices, sicarios, comparsas, títeres o meretrices, aplíquese el adjetivo que mejor convenga, la clase política se ha transformado en el problema y no en la solución. Descrédito, mediocridad, inoperancia, arrogancia, egos desmesurados, son algunos de los nuevos rasgos distintivos de las elites del capitalismo global.

Sin duda, cuando en Madrid, este 15 de octubre, medio millón de personas gritaban al unísono ¡que no, que no, que no nos representan!, estaban señalando su desafección a la clase política de arriba, tanto de derecha como de la llamada izquierda parlamentaria e institucional. Esta frase se coreó hasta la saciedad en todas las ciudades de España donde el movimiento 15-M convocó a la ciudadanía con el fin de rechazar las políticas económicas y la falta de consonancia entre las demandas sociales y las decisiones a contrapelo de los gobiernos. Esta demostración de fuerza y unidad hace abrigar esperanzas, pero señala sus límites. Resultaba curioso ver como esta consigna era voceada por todos los presentes, entre los cuales se hallaban militantes del PSOE, Izquierda Unida, progresistas, anticapitalistas, ecologistas e inclusive alguno que otro votante de la derecha.

Al concluir la manifestación el grueso de los asistentes abandonaba la plaza y volvía a sus hogares teniendo claro que en las elecciones legislativas del 20 de noviembre votará a su opción de siempre, se llame PSOE, UPyD o IU. Dos partidos y una coalición que han tenido representación parlamentaria en la actual legislatura, y salvo IU, en ocasiones contadas, las otras formaciones han seguido, a pies juntillas, los designios del FMI, el BM y las directrices del Banco Central Europeo.

¿Por qué entonces decidían gritar ¡que no, que no, que no nos representan!? ¿Hacia dónde apuntaba el blanco de sus críticas? Si la respuesta es un rechazo a los partidos, la corrupción y un sistema de representación bipartidista distorsionado, es un comportamiento esquizofrénico. No tiene sentido votar al PSOE y avalar la consigna, y no lo duden, había muchos votantes del PSOE en la manifestación y ninguno de ellos cambiará su intención de voto.

Este es el dilema que arrastra el 15-M, suma voluntades, moviliza y genera un halo de esperanza, al tiempo que optimismo, lo cual no es poco. Pero insuficiente. Hacer política supone amén de ejercer la crítica, disputar espacios existentes y crear otros alternativos. No basta salir a la calle y romper el estado de somnolencia, aquel en el cual se encontraba España antes del despertar alegre del 15-M. Indignarse es un punto de partida no de llegada.

No se trata de explicar este déficit organizativo, poniendo el acento en la heterogénea composición del 15-M, lo difícil de consensuar un programa, que lo tiene, o en los intentos de manipulación de unos y otros. En principio la heterogeneidad no se ha mostrado como una rémora, tampoco como una virtud. En su interior conviven parados, jóvenes, desahuciados, estudiantes, jubilados, amas de casa, intelectuales, profesionales y militantes sindicales y políticos. Pero es su escasa incidencia política en las instituciones reales del poder y su rechazo a utilizarlas para revertir la situación, donde radica su talón de Aquiles. Quien no tiene empleo no puede vivir esperanzado el advenimiento de la revolución. Tampoco lo hace quien es desalojado de su vivienda con su familia y se queda en la calle. No es posible refugiarse en la indignación.

El 15-M ha obtenido un gran logro, hacer visible el malestar global y poner en el orden del día el rechazo ciudadano a la práctica corrupta del poder económico y político. Pero no puede dejar de lado las esperanzas depositadas en su capacidad para ser un punto de inflexión en la crisis de la izquierda y la construcción de proyectos alternativos anticapitalistas. Pero tal vez no haya sido ese el objetivo de los indignados y el 15-M. Hoy, sin embargo se convierte en una necesidad si se quiere avanzar. Será por esta razón, que tras la manifestación del 15 de octubre, miembros de 15-M convocasen una asamblea en Sol para plantearse ¿y ahora qué? La pregunta sigue en el aire.

Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada

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