Las protestas que se
desarrollaron ayer en más de 900 ciudades de 82 países han colocado en
un nuevo nivel de visibilidad el descontento social que recorre el mundo
en la hora presente, expresado en variedad de formas e intensidades:
desde los disturbios registrados en Roma, Italia, que se saldaron con
decenas de detenidos, hasta las expresiones pacíficas que tuvieron lugar
en varias urbes mexicanas, pasando por el retorno de los indignados
españoles a la Puerta del Sol, las movilizaciones masivas efectuadas en
Chile –donde desde hace meses se desarrolla un movimiento estudiantil
que demanda reformar el modelo educativo–, y el mensaje emitido en
Londres por el fundador de Wikileaks, Julian Assange, ante cientos de inconformes.
Adicionalmente, el hecho de que las protestas referidas se
hayan presentado en escenarios tan distintos entre sí como países
desarrollados de Europa y naciones periféricas de Latinoamérica, Asia y
África confirma, una vez más, el carácter desestabilizador y
autodestructivo de la globalización económica: a fin de cuentas, si los
centros del poder financiero mundial han logrado extender por buena
parte del mundo la aplicación implacable de un modelo neoliberal y sus
consecuentes efectos devastadores, no cabe llamarse a sorpresa de que
también hayan logrado globalizar el descontento y la indignación.
Es pertinente advertir, por otra parte, que la aparición de estas
expresiones espontáneas de inconformidad –por ahora son sólo eso, más
allá de que en naciones como España y Chile hayan adquirido distintos
grados de densidad organizativa– y el justificado malestar de los
manifestantes no son suficientes para la modificación de un statu quo que
antepone el afán de lucro por sobre cualquier consideración humanitaria
y civilizatoria: para ello, es necesario una participación masiva de
los sectores mayoritarios de la población mundial. Pero si algo se logró
durante la jornada de ayer es poner ante los ojos de la opinión pública
internacional la inviabilidad de las reglas económicas y políticas aún
vigentes, la urgencia de idear alternativas a ese modelo –que antepongan
el bienestar colectivo por sobre el lucro particular– y la necesidad de
renovar, antes de que las cosas se pongan peor en términos de
estabilidad política y social, un conjunto de clases gobernantes que hoy
sólo se representan a sí mismas y a los intereses de los capitales
locales y foráneos.
Editorial
La Jornada
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