La crisis nos está acostumbrando a escuchar
a diario una plétora de locuaces economistas. Nos quieren convencer de la
gravedad de lo que está pasando, como si no lo supiésemos. Sus homilías nos
amenazan con pérdidas inminentes de millones, billones o incluso trillones de
euros. Lo hacen para que nos enteremos de lo mal que va todo, y en forma de
sermón, como si tuviéramos nosotros la culpa de esto. La inflación no afecta
sólo a la cifras, las palabras también tienen una tendencia alcista. Hablan de
desplome, desastre, catástrofe. Les hemos escuchado bastante.
El próximo 16 de octubre se celebra el Día
Mundial de la Alimentación y proponemos a todos estos expertos en finanzas que
se tomen una pausa y que dediquen toda su sabiduría un día, sólo uno, a la real economik. La del billete de 20 euros
con el que tienen que arreglárselas cada mes millones de familias africanas.
Ingresos de dos cifras mucho más concretos y reales que los millones que se
crean o que se esfuman a diario en las bolsas del mundo.
¿Por dónde empezarían?
Podrían empezar, por qué no, por el precio
de los alimentos. Explicar por qué no se ha hecho nada para detener la
tendencia alcista que se desató en 2008. En Egipto, el precio del trigo se ha
multiplicado este año por dos, en México el maíz vuelve a sus niveles
históricos más altos. Podrían explicarnos cuánta relación tiene todo esto con
la demanda de países emergentes o con el precio del petróleo. Podrían
aclararnos si la estampida de los inversores desde los mercados de valores a
los mercados de materias primas ha tenido algo que ver.
Podrían proponer después alguna solución
para los 925 millones de personas, en su gran mayoría pequeños agricultores,
que destinan el 75% de sus ingresos a comprar alimentos y que han obtenido poco
o ningún beneficio de la subida del precio internacional de los alimentos.
Podrían contarnos en qué consiste eso del acaparamiento de tierras, y con qué
poder se sientan a negociar los precios de la tierra gobernantes de países
famélicos ante cohortes de técnicos en comercio internacional.
Podrían, de paso, seguir la pista de los
22.000 millones de dólares para seguridad alimentaria comprometidos en 2009 en
L'Aquila por el G-8. O indagar por qué, pese a tantas fotos de chequeras
abiertas para el Cuerno de África, hoy siguen faltando más de la mitad de los
2.500 millones de dólares reclamados por Naciones Unidas para responder a la
emergencia.
Si tienen tiempo y ganas de profundizar,
podrían preguntarse por el coste que supone para un país una generación de
niños desnutridos. Niños que, sin los micronutrientes suficientes antes de los
5 años, tendrán taras en su desarrollo. Las secuelas de padecer desnutrición en
los primeros 36 meses de vida, tanto mentales como físicas, son irreversibles.
No podrán prestar atención en la escuela, no podrán trabajar con su pleno
potencial. El Banco Mundial puede echar una mano a nuestros economistas: según
sus estimaciones, la pérdida de productividad de un desnutrido supera el 10% de
los ingresos respecto a lo que una persona sana obtendría a lo largo de su
vida. La factura de la desnutrición puede equivaler en algunos países a
pérdidas del 3% del PIB.
El 20 de octubre se cumplirán tres meses de
la declaración de hambruna en Somalia. Ha sido desencadenada, es cierto, por la
peor sequía de los últimos 60 años. Pero la falta de lluvias no basta para
explicar a cuatro millones de somalíes que pueden morirse de hambre en un mundo
que produce suficientes alimentos para todos. El planeta acaba de producir las
tres cosechas más grandes de su historia. Contamos, además, con sólidos
mecanismos de alerta que se dispararon hace más de un año advirtiendo de lo que
se venía encima en esa región. Sabemos incluso, cada vez más, cómo adaptarnos
al cambio climático. Desde mediados de los noventa contamos con tratamientos de
recuperación nutricional sencillos, que han logrado sustituir laboriosas
hospitalizaciones de niños desnutridos, imposibles para madres con siete hijos
y a jornadas de camino de un centro de salud. Se conocen como Alimentos
Terapéuticos Listos para Su Uso y contienen todos los elementos necesarios para
recuperar a un niño con desnutrición aguda. Por el exorbitante precio de 40
euros. 40 euros la vida.
Podemos indignarnos un poco, volver esta
página, y seguir después leyendo atentamente las andanzas del IBEX 35 o las
buenas nuevas de la prima de riesgo, como si nos fuera la vida en ello. La otra
opción es convencernos de que lo que estamos viendo estos meses en el Cuerno de
África es vergonzoso. De que tenemos los medios para revertir esta situación.
De que somos la primera generación que puede hacerlo. Y de que ya no hay
excusas para no comprometerse.
Olivier
Longué es
director general de la ONG Acción Contra el Hambre
Sin Permiso
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