La pugna para el acceso al petróleo, al gas y a
los minerales es una fuerza subterránea que ha contribuido significativamente a
plasmar el mundo moderno. En el siglo XXI, se hace cada vez más evidente que,
para comprender las relaciones internacionales, a esos factores habrá que
añadir otro: el acceso a tierras fértiles.
La carrera por el control de superficies
cultivables está en pleno desarrollo. La poderosa subida de los precios de los
alimentos ocurrida en 2007-2008 impulsó el fenómeno. Muchos gobiernos de países
dependientes de las importaciones de alimentos se convencieron de la necesidad
de reducir su vulnerabilidad comprando o alquilando tierra en otros países. En
2011, tras un par de años de relativa calma, los
precios han estado constantemente por encima del pico de 2008, según el
índice elaborado por la
Organización para los Alimentos y la Agricultura de la ONU (FAO, por sus siglas en inglés). La
fiebre de los cultivos sigue ardiendo y, según vaticinan los expertos, no hay
visos de que vaya a remitir a corto y medio plazo.
África
es el principal escenario de la carrera. La falta de transparencia de muchos
acuerdos y la ausencia de fiables registros públicos en varios países impide
perfilar estadísticas exhaustivas a escala global acerca del fenómeno. Pero los
datos disponibles indican que este es de amplísimas proporciones, con contratos
que cubren extensiones de miles de kilómetros cuadrados. Tan solo en Etiopia,
Mozambique, Sudán y Liberia, unos 43.000 kilómetros
cuadrados fueron vendidos o arrendados a inversores extranjeros entre 2004 y
2009, según datos oficiales recopilados por el Banco Mundial. Se trata de una
superficie equivalente al territorio de Suiza. Si se tiene en cuenta que son
muchos los países que —en África, pero también en otros continentes— viven
experiencias similares, la magnitud del asunto es evidente.
El incremento de la población mundial, la dieta
más rica de millones de personas en países emergentes y la creciente cantidad
de cultivos destinados a biocombustibles explican la subida del precio de los
alimentos y, en gran parte, la consiguiente búsqueda de tierras. Más allá de su
dimensión económico-social, este empuje tiene implicaciones geopolíticas.
Una de ellas es el
control del agua. “Estas grandes inversiones se sitúan en zonas con un acceso
estratégico al agua”, comenta en conversación telefónica Michael Taylor,
analista del International Land
Coalition, una ONG que sigue de cerca el fenómeno. “Por ejemplo, varios
países de las cuencas del Nilo y del Níger son grandes receptores de este flujo
de inversiones. Muchos de los contratos firmados en estos países no regulan
claramente la cuestión del uso del agua. La utilización del caudal del Nilo ya
es motivo de tensión entre Egipto y otras naciones de la cuenca. Cuando todos
estos proyectos estén en pleno funcionamiento, son de esperar crecientes
extracciones de agua. Hay un alto potencial para que se generen
conflictos". Unos 200 millones de personas vivían en la cuenca del Nilo en
2005, y la ONU
estima que serán 330 millones en 2030.
Malí, uno de los países por los que pasa el río
Níger, vendió o alquiló unos 2.400 kilómetros cuadrados de tierra a
extranjeros tan solo en 2010, según datos recopilados por el Oakland Institute.
Más de 100 millones de personas viven en la cuenca del Níger.
Países que sufren escasez de agua —como Arabia
Saudí, Catar o los Emiratos Árabes Unidos— figuran entre los mayores
protagonistas de la carrera por la tierra. “Pero también hay otras clases de
inversores: países como China o India, que tienen agua para cultivar pero temen
que en el futuro su sector agrícola sea incapaz de abastecer a sus grandes
poblaciones; y empresas de países occidentales, que quieren tierra para
cultivar biocombustibles, o simplemente vender más en el mercado
internacional”, observa Taylor. No faltan tampoco inversores que simplemente
buscan refugio de las turbulencias del mercado financiero.
La pugna del agua no es
la única evidente consecuencia geoestratégica en este fenómeno. También tiene
un potencial desestabilizador en la política de Estados en los que la tierra es
una cuestión vital, el medio de subsistencia directa de grandes porcentajes de
la población.
Disturbios y tensiones
Madagascar es un caso premonitor de lo que puede
ocurrir. En 2009, el
rechazo a un proyecto para conceder a la empresa surcoreana Daewoo la
explotación de una superficie de 13.000 kilómetros
cuadrados —aproximadamente la mitad de Bélgica— fue el catalizador de un
profundo malestar social que estalló con unos tremendos disturbios que dejaron
decenas de muertos. El Gobierno que asumió el poder tras los desórdenes tumbó
inmediatamente el proyecto. La frustración de campesinos o pastores expropiados
o despojados del derecho de acceso a las tierras ha creado ya tensiones en
varios otros países.
Los defensores de esta clase de proyectos alegan
que las inversiones permiten crear nuevas infraestructuras, puestos de trabajo
y una mejora de la productividad agrícola. Los detractores alertan de que, en
la mayor parte de los casos, suponen el desalojo de comunidades enteras, que la
creación de puestos de trabajo es muy inferior al número de personas que han
perdido su medio de vida, que la exportación de la producción de esos terrenos
daña países con mercado alimentarios muy precarios. Varias ONG han denunciado
en los últimos años numerosos atropellos a los derechos de las comunidades
locales.
Para reducir esos riesgos, el Comité sobre la Seguridad Alimentaria
está impulsando un código voluntario de conducta internacional. El comité
celebró una sesión en Roma del 17 al 22 de octubre, pero no logró terminar las
negociaciones. Olivier de Schutter, relator especial de la ONU sobre el derecho a la Alimentación, alertó
de que “está en marcha una carrera entre los inversores [que quieren obtener
más terrenos] y la comunidad internacional, que quiere regular este proceso
para evitar que tenga consecuencias pavorosas”.
“La atmósfera en la negociación es constructiva”,
señala en conversación telefónica Duncan Pruett, consultor de Oxfam que asistió
a la sesión del CSA. “El problema es que incluso si se llegara a un acuerdo en
los próximos meses, ese código voluntario no tocaría en todo caso los factores
que impulsan el fenómeno”.
Esos siguen ahí. “Nuestros análisis sugieren que
nos espera una fase de volatilidad del mercado de alimentos”, explica George
Rapsomanikis, economista de la
FAO. “Además, varios casos de restricciones a las
exportaciones —como las de India y Vietnam sobre el arroz en 2008, y la de
Rusia sobre cereales en 2010/2011— parecen haber reforzado el deseo de
autosuficiencia. Hemos pasado de una era en la que se impulsaba un mercado
abierto, a otra en la que cada uno quiere protegerse”. Históricamente,
actitudes semejantes han terminado a menudo causando graves tormentas en las
relaciones internacionales.
Andrea Rizzi
El País