La intensidad de la
crisis financiera en Europa y Estados Unidos no esconde la fuerza de la
disputa política que se ha desatado. En medio de la crisis se está
definiendo un conflicto político clave para las sociedades que se
entienden a sí mismas como democráticas.
El proceso no es nuevo. Luego de 30 años de las llamadas políticas conservadoras asociadas con los gobiernos de Thatcher y Reagan, esta crisis económica es la mayor desde 1929. Con una exacerbada globalización y una larga serie de tropiezos financieros de por medio, hoy se tiende a radicalizar tal concepción de lo social y de un modelo de hacer política.
Durante muchos meses ha primado la situación de la deuda pública de algunos países de la Unión Europea: Islandia, Grecia, Irlanda, Portugal y hasta Italia y España. El mismo asunto llevó a un duro enfrentamiento político en Washington sobre el límite legal del endeudamiento.
La extensión del conflicto se centra hoy principalmente en Grecia. Se posponen las medidas efectivas para que el gobierno cumpla con los pagos de la deuda, está ahorcado. Esto podría parecer un caso de embotamiento institucional en la Europa del euro, pero de lo que se hace es: política.
El signo de tal política se describe en general como conservador y, sin embargo, puede ser una vuelta de tuerca bastante más grande que sólo preservar su carácter. Así, se ha puesto a los partidos de izquierda y derecha en un mismo plano, con distinciones poco claras.
El caso de España es bastante notorio. Esta crisis arrasó con el gobierno socialista, mientras los Populares acopian poder casi sin hacer nada y proponer menos.
Una expresión de cómo se ha arrinconado a la política ante las condiciones de la crisis es la reforma pactada a la Constitución a fines de agosto pasado, bajo el principio de la estabilidad presupuestal.
El artículo 135, inciso 2 ahora dice así:
El Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados miembros. Los partidos pactaron mediante un reglamento que el tope del déficit sea como máximo de 0.4 por ciento en 2012.
Esto ilustra bien el estado de las cosas reinante. La política se autodestruye imponiéndose una camisa de fuerza. El Estado parece que se convertirá en un gestor de los ingresos y los gastos corrientes.
No hace mella en esta especie de claudicación que así no se
genere ningún estímulo automático para que el sector privado gaste más,
ya sea con inversión de las empresas o consumo de las familias. Si se
espera que con esto los
mercadosqueden satisfechos, no es así. Quieren más. Y necesitan del Estado irremediablemente.
Los estímulos que se persiguen son contradictorios. Los políticos
quieren disminuir lo más posible el papel del Estado en la economía.
Este es, ciertamente, un caso llamativo. Y se ilustra muy bien con los
desplantes de los miembros del Tea Party en Estados Unidos, sumidos en una euforia enfermiza, plagada de los que los psicólogos llaman
objetos fantásticos.
Del otro lado, las empresas quieren más demanda por sus productos
para reanimar las ganancias. El Estado y mercado están confrontados sin
solución de operatividad a la vista.
La política tal como se concibe en su márgenes ideológicamente más
extremos –pero atractivos para muchos votantes–, está en una ruta que se
hace incompatible con una reordenación que haga posible el
funcionamiento mismo de los mercados. Así lo muestran las concepciones y
las prácticas de la austeridad en boga.
No se trata pues de un asunto técnico relativo al estado del
conocimiento de la economía que, aunque vapuleado por efectos de la
crisis de 2008, no está inerme. El atorón está en cómo se concibe la
política y cómo se administran las cosas públicas. La ruptura es de
índole esencial.
La estabilidad sustentada en la austeridad permanente es una
propuesta que atenta contra la capacidad de hacer política como
actividad clave en una sociedad. No se puede renunciar a ella en aras de
principios ideales de gestión.
Las acciones que hoy se emprenden y se consignan hasta en la
Constitución se convierten, en efecto, en una restricción de las
libertades. No sólo las políticas de corte socialdemócrata están
cuestionadas sino la posibilidad de arreglos sociales mínimamente
sostenibles.
En este entorno se ha creado una especie de trapecio financiero pero
sin red de protección que sólo puede armarse con el aumento del nivel
del producto, del empleo, los ingresos y la demanda efectiva. Ante esta
disfuncionalidad se exigen cada vez mayores tasas de interés para
compensar la caída de las ganancias. La preeminencia de lo financiero en
la economía y la sociedad se expuso abiertamente con la crisis en 2008 y
persiste. La respuesta no debe ser maniatar la política.
León Bendesky
La Jornada
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