La grave
crisis financiera y el horror económico que padecen las sociedades
europeas están haciendo olvidar que –como lo recordó, en diciembre
pasado, la Cumbre del clima de Durban, en Sudáfrica– el cambio climático
y la destrucción de la biodiversidad siguen siendo los principales
peligros que amenazan a la humanidad. Si no modificamos rápidamente el
modelo de producción dominante, impuesto por la globalización económica,
alcanzaremos el punto de no retorno a partir del cual la vida humana en
el planeta dejará poco a poco de ser soportable.
Hace
unas semanas, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) anunció el
nacimiento del ser humano número siete mil millones, una niña filipina
llamada Dánica. En poco más de cincuenta años, el número de habitantes
de la Tierra se ha multiplicado por 3,5. Y la mayoría de ellos vive
ahora en ciudades. Por primera vez los campesinos son menos numerosos
que los urbanos. Entre tanto, los recursos del planeta no aumentan. Y
surge una nueva preocupación geopolítica: ¿qué pasará cuando se agrave
la penuria de algunos recursos naturales? Estamos descubriendo con
estupefacción que nuestro “ancho mundo” es finito...
En el
curso de la última década, gracias al crecimiento experimentado por
varios países emergentes, el número de personas salidas de la pobreza e
incorporadas al consumo sobrepasa los ciento cincuenta millones...(1)
¿Cómo no alegrarse de ello? No hay causa más justa en el mundo que el
combate contra la pobreza. Pero esto conlleva una gran responsabilidad
para todos. Porque esa perspectiva no es compatible con el modelo
consumista dominante.
Es obvio
que nuestro planeta no dispone de recursos naturales ni energéticos
suficientes para que toda la población mundial los use sin freno. Para
que siete mil millones de personas consuman tanto como un europeo medio
se necesitarían los recursos de dos planetas Tierra. Y para que
consumieran como un estadounidense medio, los de tres planetas.
Desde el
principio del siglo XX, por ejemplo, la población mundial se ha
multiplicado por cuatro. En ese mismo lapso de tiempo, el consumo de
carbón lo ha hecho por seis... El de cobre por veinticinco... De 1950
hasta hoy, el consumo de metales en general se ha multiplicado por
siete... El de plásticos por dieciocho... El de aluminio por veinte...
La ONU lleva tiempo avisándonos de que estamos gastando “más del 30% de
la capacidad de reposición” de la biosfera terrestre. Moraleja: debemos
ir pensando en adoptar y generalizar estilos de vida mucho más frugales y
menos derrochadores.
Este
consejo parece de sentido común pero es evidente que no se aplica a los
mil millones de hambrientos crónicos en el mundo, ni a las tres mil
millones de personas que viven en la pobreza. La bomba de la miseria
amenaza a la humanidad. La enorme brecha que separa a los ricos de los
pobres sigue siendo, a pesar de los progresos recientes, una de las
características principales del mundo actual (2).
Esto no
es una afirmación abstracta. Tiene traducciones muy concretas. Por
ejemplo, en el tiempo de lectura de este artículo (diez minutos), 10
mujeres en el mundo van a fallecer durante el parto; y 210 niños de
menos de cinco años van a morir de dolencias fácilmente curables (de
ellos, 100 por haber bebido agua de mala calidad). Estas personas no
fallecen por enfermedad. Mueren por ser pobres. La pobreza las mata.
Mientras tanto, la ayuda de los Estados ricos a los países en desarrollo
ha disminuido, en los últimos quince años, un 25%... Y en el mundo se
siguen gastando unos 500.000 millones de euros al año en armamento...
Si en
las próximas décadas tuviésemos que aumentar en un 70% la producción de
alimentos para responder a la legítima demanda de una población más
numerosa, el impacto ecológico sería demoledor. Además, ese crecimiento
ni siquiera sería sostenible porque supondría mayor degradación de los
suelos, mayor desertificación, mayor escasez de agua dulce, mayor
destrucción de la biodiversidad... Sin hablar de la producción de gases
de efecto invernadero y sus graves consecuencias para el cambio
climático.
A este
respecto, conviene recordar que unos 1.500 millones de seres humanos
siguen usando energía fósil contaminante procedente de la combustión de
leña, carbón, gas o petróleo, principalmente en África, China y la
India. Apenas el 13% de la energía producida en el mundo es renovable y
limpia (hidráulica, eólica, solar, etc.). El resto es de origen nuclear y
sobre todo fósil, la más nefasta para el medio ambiente.
En este
contexto, preocupa que los grandes países emergentes adopten métodos de
desarrollo depredadores, industrialistas y extractivistas, imitando lo
peor que hicieron y siguen haciendo los actuales Estados desarrollados.
Todo lo cual está produciendo una gravísima erosión de la biodiversidad.
¿Qué es
la biodiversidad? La totalidad de todas las variedades de todo lo
viviente. Estamos constatando una extinción masiva de especies vegetales
y animales. Una de las más brutales y rápidas que la Tierra haya
conocido. Cada año, desaparecen entre 17.000 y 100.000 especies vivas.
Un estudio reciente ha revelado que el 30% de las especies marinas está a
punto de extinguirse a causa de la sobrepesca y del cambio climático.
Asimismo, una de cada ocho especies de plantas se halla amenazada. Una
quinta parte de todas las especies vivas podría desaparecer de aquí a
2050.
Cuando
se extingue una especie se modifica la cadena de lo viviente y se cambia
el curso de la historia natural. Lo cual constituye un atentado contra
la libertad de la naturaleza. Defender la biodiversidad es, por
consiguiente, defender la solidaridad objetiva entre todos los seres
vivos.
El ser
humano y su modelo depredador de producción son las principales causas
de esta destrucción de la biodiversidad. En las últimas tres décadas,
los excesos de la globalización neoliberal han acelerado el fenómeno.
La
globalización ha favorecido el surgimiento de un mundo dominado por el
horror económico, en el que los mercados financieros y las grandes
corporaciones privadas han restablecido la ley de la jungla, la ley del
más fuerte. Un mundo en el que la búsqueda de beneficios lo justifica
todo. Cualquiera que sea el coste para los seres humanos o para el medio
ambiente. A este respecto, la globalización favorece el saqueo del
planeta. Muchas grandes empresas toman por asalto la naturaleza con
medios de destrucción desmesurados. Y obtienen enormes ganancias
contaminando, de modo totalmente irresponsable, el agua, el aire, los
bosques, los ríos, el subsuelo, los océanos... Que son bienes comunes de
la humanidad.
¿Cómo
ponerle freno a este saqueo de la Tierra? Las soluciones existen. He
aquí cuatro decisiones urgentes que se podrían tomar:
—
cambiar de modelo inspirándose en la “economía solidaria”. Ésta crea
cohesión social porque los beneficios no van sólo a unos cuantos sino a
todos. Es una economía que produce riqueza sin destruir el planeta, sin
explotar a los trabajadores, sin discriminar a las mujeres, sin ignorar
las leyes sociales;
—
ponerle freno a la globalización mediante un retorno a la reglamentación
que corrija la concepción perversa y nociva del libre comercio. Hay que
atreverse a restablecer una dosis de proteccionismo selectivo
(ecológico y social) para avanzar hacia la desglobalización;
— frenar
el delirio de la especulación financiera que está imponiendo
sacrificios inaceptables a sociedades enteras, como lo vemos hoy en
Europa donde los mercados han tomado el poder. Es más urgente que nunca
imponer una tasa sobre las transacciones financieras para acabar con los
excesos de la especulación bursátil;
— si
queremos salvar el planeta, evitar el cambio climático y defender a la
humanidad, es urgente salir de la lógica del crecimiento permanente que
es inviable, y adoptar por fin la vía de un decrecimiento razonable.
Con
estas simples cuatro medidas, una luz de esperanza aparecería por fin en
el horizonte, y las sociedades empezarían a recobrar confianza en el
progreso. Pero ¿quién tendrá la voluntad política de imponerlas?
NOTAS:
(1) Sólo
en América Latina, como consecuencia de las políticas de inclusión
social implementadas por gobiernos progresistas en Argentina, Bolivia,
Brasil, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Venezuela y Uruguay, cerca de
ochenta millones de personas salieron de la pobreza.
(2) En
el mundo, unos 100 millones de niños (sobre todo niñas) no están
escolarizados; 650 millones de personas no disponen de agua potable; 850
millones son analfabetas; más de 2 000 millones no disponen de
alcantarillas, ni de retretes...; unos 3 000 millones viven (o sea se
alimentan, se alojan, se visten, se transportan, se cuidan, etc.) con
menos de dos euros diarios.
Ignacio Ramonet
Le Monde Diplomatique
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