La crisis financiera del 2008 dejó al descubierto un profundo
problema en la gobernanza global. Si bien no fue la primera crisis del
sistema financiero global (ni parece ser la última), el hecho de haber
tenido su epicentro en los Estados Unidos puso en evidencia, mejor que
ninguna de las crisis previas, que el motivo de la misma se encontraba
en la ausencia de mecanismos capaces de controlar y regular a los
mercados financieros globales.
Tampoco la respuesta fue la misma que en las crisis financieras
precedentes. En este caso, los gobiernos no recurrieron a soluciones
unilaterales, como sucedió en la crisis del ’30, ni tampoco se
refugiaron en las organizaciones multilaterales preexistentes, como el
FMI. Por el contrario, la solución a la crisis de 2008 fue una respuesta
coordinada y negociada entre los principales líderes globales, que
escogieron al llamado Grupo de los Veinte (G-20) como el foro de
construcción de dicho consenso. En este grupo no sólo estarían
representadas las principales potencias industrializadas sino también un
grupo de países en desarrollo, considerados como las economías
emergentes.
El G-20 introdujo importantes cambios a los grupos o cumbres
preexistentes, como el llamado Grupo de los 7. En términos de eficacia
decisional, este nuevo foro de discusión avanzó en la identificación de
una agenda de trabajo común y novedosa, la de regular a los mercados
globales. De la misma manera, mejoró su legitimidad democrática, al
incluir a los países en desarrollo en una mesa de discusión global que
hasta entonces estaba reducida a las potencias industriales.
En este sentido, el G-20 refleja mejor que cualquier otra cumbre una
nueva forma de multilateralismo y de gobernanza global. Mientras en el
pasado los consensos se construían en instituciones internacionales a
través del voto de las mayorías y de la creación de normas de
cumplimiento para los Estados con poder más o menos vinculantes, hoy en
día, se asiste a un mayor protagonismo de los ejecutivos nacionales, los
cuales se reúnen en foros ad hoc, para discutir e intercambiar
opiniones sobre cómo alcanzar los bienes públicos globales, a los que
los gobiernos se comprometen de manera voluntaria y personal por formar
parte del grupo.
Sin embargo, los avances dados por el G-20 en términos de eficacia y
legitimidad no han sido lineales ni persistentes. La agenda de trabajo
inicial fue perdiendo protagonismo en favor de las soluciones a la
coyuntura o de la dicotomía desarrollo/subdesarrollo, lo que vuelve a
dejar fuera de la discusión a los mercados globales. En términos de
inclusión, la participación de los nuevos países y organizaciones
internacionales de corte social (como la OIT o el PNUD) demostró que la
participación no necesariamente se refleja en influencia. Las
principales decisiones siguen en manos de aquellos gobiernos que, como
los del G-7, tienen una mayor práctica en la negociación y en las
instituciones financieras, que manejan y controlan las estadísticas
económicas globales. Algunas de las críticas que pesan sobre el G-20 –su
efectividad y su elitismo– no tienen una solución sencilla. Mejorar la
gobernanza interna de una institución global encierra en sí mismo un
profundo dilema: si se amplía el numero de participantes, se disminuye
la posibilidad de alcanzar acuerdos; y si se busca la efectividad
decisoria, se pierde la legitimidad democrática.
Para superar este dilema, hay al menos dos caminos posibles:
redireccionar su agenda hacia los temas fundacionales; y aumentar la voz
de las regiones que están subrepresentadas, como África. En ambas
direcciones, América latina tiene mucho para aportar y obtener. Entre
los puntos a favor, la región tiene una importante presencia en el G-20 a
través de la presencia de tres países: Argentina, Brasil y México.
También tiene, a diferencia de otras regiones, una amplia experiencia y
vivencia de los problemas y crisis que desataron las políticas de
desregulación financiera y ajuste estructural en la región durante los
años noventa. Esto le permite individualizar, mejor que otros países,
los cambios y soluciones que resulta necesario introducir en la
gobernanza global para promover de manera coordinada un control sobre el
sistema financiero global y así evitar nuevas crisis. Por último, la
región también goza de una prolífica actividad regional, en la que
sobresale la creación de nuevas instituciones regionales que, como
Unasur, Mercosur, CAF, CAN o ALBA, abren oportunidades a los países para
compartir necesidades, vivencias y visiones; y a través de ellas
fortalecer su capacidad de coordinación y propuesta en foros
multilaterales, como el G-20.
Sin embargo, esta situación está aún en un estadio embrionario. Este
proceso de aunar y coordinar las voces regionales en el ámbito
multilateral no está exento de escollos. Algunos de ellos remiten a
factores estructurales, como la división cada vez más tajante entre dos
Américas latinas: América Central y América del Sur, cada una de ellas
con un perfil productivo y problemático bien diferenciados. A estos
problemas estructurales se suman otros vinculados con la agencia y con
la percepción de los funcionarios que participan en este foro,
priorizando su agenda o representación individual por sobre la regional.
En la mayoría de los casos, aunque por distintas razones, los
funcionarios manifiestan escaso interés en el G-20, por considerarlo
secundario o perjudicial. El primer caso es el de Brasil, que para
alcanzar mayor visibilidad global menosprecia su liderazgo en la región y
prioriza sus alianzas con sus contrapartes del Brics. El segundo caso
es el de la Argentina, en donde prevalece la idea de que su
participación en un foro global supone una actitud, consciente o
inconscientemente, defensiva, en la que las obligaciones de cumplir con
los compromisos son mayores que las oportunidades y ventajas que tienen
aquellos que marcan la agenda
Mercedes Botto es investigadora de Flacso, Conicet.
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