domingo, 13 de noviembre de 2011

Máscaras

La crisis financiera del 2008 dejó al descubierto un profundo problema en la gobernanza global. Si bien no fue la primera crisis del sistema financiero global (ni parece ser la última), el hecho de haber tenido su epicentro en los Estados Unidos puso en evidencia, mejor que ninguna de las crisis previas, que el motivo de la misma se encontraba en la ausencia de mecanismos capaces de controlar y regular a los mercados financieros globales.

Tampoco la respuesta fue la misma que en las crisis financieras precedentes. En este caso, los gobiernos no recurrieron a soluciones unilaterales, como sucedió en la crisis del ’30, ni tampoco se refugiaron en las organizaciones multilaterales preexistentes, como el FMI. Por el contrario, la solución a la crisis de 2008 fue una respuesta coordinada y negociada entre los principales líderes globales, que escogieron al llamado Grupo de los Veinte (G-20) como el foro de construcción de dicho consenso. En este grupo no sólo estarían representadas las principales potencias industrializadas sino también un grupo de países en desarrollo, considerados como las economías emergentes.

El G-20 introdujo importantes cambios a los grupos o cumbres preexistentes, como el llamado Grupo de los 7. En términos de eficacia decisional, este nuevo foro de discusión avanzó en la identificación de una agenda de trabajo común y novedosa, la de regular a los mercados globales. De la misma manera, mejoró su legitimidad democrática, al incluir a los países en desarrollo en una mesa de discusión global que hasta entonces estaba reducida a las potencias industriales.

En este sentido, el G-20 refleja mejor que cualquier otra cumbre una nueva forma de multilateralismo y de gobernanza global. Mientras en el pasado los consensos se construían en instituciones internacionales a través del voto de las mayorías y de la creación de normas de cumplimiento para los Estados con poder más o menos vinculantes, hoy en día, se asiste a un mayor protagonismo de los ejecutivos nacionales, los cuales se reúnen en foros ad hoc, para discutir e intercambiar opiniones sobre cómo alcanzar los bienes públicos globales, a los que los gobiernos se comprometen de manera voluntaria y personal por formar parte del grupo.

Sin embargo, los avances dados por el G-20 en términos de eficacia y legitimidad no han sido lineales ni persistentes. La agenda de trabajo inicial fue perdiendo protagonismo en favor de las soluciones a la coyuntura o de la dicotomía desarrollo/subdesarrollo, lo que vuelve a dejar fuera de la discusión a los mercados globales. En términos de inclusión, la participación de los nuevos países y organizaciones internacionales de corte social (como la OIT o el PNUD) demostró que la participación no necesariamente se refleja en influencia. Las principales decisiones siguen en manos de aquellos gobiernos que, como los del G-7, tienen una mayor práctica en la negociación y en las instituciones financieras, que manejan y controlan las estadísticas económicas globales. Algunas de las críticas que pesan sobre el G-20 –su efectividad y su elitismo– no tienen una solución sencilla. Mejorar la gobernanza interna de una institución global encierra en sí mismo un profundo dilema: si se amplía el numero de participantes, se disminuye la posibilidad de alcanzar acuerdos; y si se busca la efectividad decisoria, se pierde la legitimidad democrática.

Para superar este dilema, hay al menos dos caminos posibles: redireccionar su agenda hacia los temas fundacionales; y aumentar la voz de las regiones que están subrepresentadas, como África. En ambas direcciones, América latina tiene mucho para aportar y obtener. Entre los puntos a favor, la región tiene una importante presencia en el G-20 a través de la presencia de tres países: Argentina, Brasil y México. También tiene, a diferencia de otras regiones, una amplia experiencia y vivencia de los problemas y crisis que desataron las políticas de desregulación financiera y ajuste estructural en la región durante los años noventa. Esto le permite individualizar, mejor que otros países, los cambios y soluciones que resulta necesario introducir en la gobernanza global para promover de manera coordinada un control sobre el sistema financiero global y así evitar nuevas crisis. Por último, la región también goza de una prolífica actividad regional, en la que sobresale la creación de nuevas instituciones regionales que, como Unasur, Mercosur, CAF, CAN o ALBA, abren oportunidades a los países para compartir necesidades, vivencias y visiones; y a través de ellas fortalecer su capacidad de coordinación y propuesta en foros multilaterales, como el G-20.

Sin embargo, esta situación está aún en un estadio embrionario. Este proceso de aunar y coordinar las voces regionales en el ámbito multilateral no está exento de escollos. Algunos de ellos remiten a factores estructurales, como la división cada vez más tajante entre dos Américas latinas: América Central y América del Sur, cada una de ellas con un perfil productivo y problemático bien diferenciados. A estos problemas estructurales se suman otros vinculados con la agencia y con la percepción de los funcionarios que participan en este foro, priorizando su agenda o representación individual por sobre la regional. En la mayoría de los casos, aunque por distintas razones, los funcionarios manifiestan escaso interés en el G-20, por considerarlo secundario o perjudicial. El primer caso es el de Brasil, que para alcanzar mayor visibilidad global menosprecia su liderazgo en la región y prioriza sus alianzas con sus contrapartes del Brics. El segundo caso es el de la Argentina, en donde prevalece la idea de que su participación en un foro global supone una actitud, consciente o inconscientemente, defensiva, en la que las obligaciones de cumplir con los compromisos son mayores que las oportunidades y ventajas que tienen aquellos que marcan la agenda

Mercedes Botto es investigadora de Flacso, Conicet.
Página/12
 

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