lunes, 7 de noviembre de 2011

Los esclavos del siglo XXI

Los esclavos del siglo XXI, los migrantes irregulares, indocumentados o ilegales, según se les quiera o acostumbre llamar, han empezado a despertar, a salir sus escondrijos, a dejarse ver, a protestar. Se trata de un sector de la sociedad contemporánea, ya caracterizado por el viejo Marx como un ejército industrial de reserva, pero al que nunca se le concedió potencial revolucionario, no formaban parte de la clase obrera predestinada a la vanguardia de la lucha social.
 
Propiamente son un ejército laboral de reserva, no sólo industrial, ya que están dispuestos y esperando la oportunidad para laborar en cualquier sector del mercado secundario de trabajo: agricultura, servicios, manufactura, trabajos manuales y eventuales, servicios particulares y domésticos. Todo aquello que los nativos no quieren hacer y donde siempre hay alguien de fuera dispuesto a hacerlo.

En el lugar de destino los migrantes aceptan todo tipo de trabajos y condiciones laborales incluso aquellas labores que no estarían dispuestos a hacer en su lugar de origen. La explicación de esta aparente paradoja la develó Michael Piore en su famoso libro Birds of passage. Piore afirma que el salario tiene dos componentes: uno económico y otro social.

El componente social tiene que ver con el estatus y el prestigio. Un salario debe ser adecuado al rango jerárquico que se ocupa y proporcionar un prestigio acorde a éste. Ganar 50 mil pesos no sólo otorga muchas oportunidades de gastar y consumir, sino que también hace referencia al cargo, al rango que se desempeña, lo que otorga prestigio en el medio social y el entorno laboral.

Pero en el lugar de destino del migrante el salario pierde su componente social. Un migrante puede dedicarse a limpiar baños en Alemania, pero gana 10 euros la hora. El elemento de estatus y prestigio no entra en juego porque su mundo de relaciones, donde importa el prestigio, está en otro lugar. Sus compañeros migrantes están, más o menos, en las mismas condiciones. Pero en su población de origen lo que se valora y lo que da prestigio, es que gana mucho dinero y se está construyendo una casa.

El estatus y el prestigio otorgan visibilidad y poder, precisamente lo que no tiene el migrante irregular y tampoco le interesa obtener. Los trabajos de los migrantes son poco visibles y poco relevantes. Los trabajadores agrícolas viven y trabajan en las afueras, los de limpieza trabajan de noche, los de la manufactura están en los centros industriales, los cocineros y lavaplatos están en la cocina al igual que las empleadas domésticas.

La condición de irregularidad provoca que tiendan a esconderse a ser menos visibles. Su exposición los hace vulnerables y mientras más escondidos están, mejor. En realidad muchos migrantes viven en un mundo totalmente cerrado, donde sólo hablan entre ellos, van a los mismos parques, se reúnen en los mismos lugares.

Pero todo tiene un límite. Porque la falta de visibilidad los protege pero al mismo tiempo los deja expuestos a la sobreexplotación. Es el caso reciente de una empleada doméstica en Ginebra, que trabajaba para un funcionario de Arabia Saudita, que sólo recibía 200 euros mensuales y trabajaba todo el día. Finalmente huyó, demandó al empleador y puso al descubierto una trama muy tenebrosa el creciente mercado de trabajo mundial de trabajadoras domésticas.

Pero las cosas han cambiado ya no está vigente el mismo patrón migratorio. Ya no se trata de hombres o mujeres solos, sino de familias, de grupos más amplios, con asociaciones, clubes y múltiples actividades comunitarias. Las familias mixtas donde conviven un padre que tiene documentos, con su esposa que es irregular y sus hijos que unos son mexicanos y otros americanos no pueden vivir aparte, no pueden esconderse. Hay que ir a la escuela, vacunar a los niños, salir al parque, ir a fiestas infantiles, etc.

De igual modo el migrante solitario. Es posible que viva recluido un par de años, pero luego tiene que salir del encierro y exponerse, tratar de sacar una licencia de manejo, de buscar nuevas oportunidades. En la actualidad los jornaleros urbanos o esquineros, que representan al escalón más bajo de la escala laboral, están expuestos a la vista de todos, demandan trabajo en determinadas calles o esquinas. Se les ha acusado de obstruir el tráfico, de dar una mala imagen, pero siguen, buscando día a día unas horas de trabajo, porque tener un contrato de 40 horas, en estos tiempos, parece ser un lujo.

En realidad se ha dado un cambio radical en el patrón migratorio. Antes nos referíamos a los trabajadores migrantes indocumentados. Hoy en día hay que hablar de los trabajadores residentes indocumentados. Ya no son migrantes, de los que van y vienen, de los de antes que llamábamos circulares, ahora son inmigrantes establecidos.

Paradójicamente esta fue una consecuencia directa de la política migratoria de control fronterizo. Resultaba tan caro y riesgoso cruzar la frontera que la gente empezó a quedarse y el retorno se volvió indefinido. Hay migrantes indocumentados que han vivido 25 años en Estados Unidos, desde 1986 cuando se promulgó la amnistía. Una deportación en estas condiciones no es ni justa ni deseable. Es un desastre familiar y humanitario.

Pero nada se ha logrado, no se abren las ventanas de oportunidad que se suponía debían abrirse en el Congreso, ni siquiera se acepta el tema para empezar a debatir. Por el contrario, la reforma migratoria avanza día a día: en la frontera con más muros y más control militar, en el interior con mayor persecución y legislaciones coercitivas.

Ya no se lucha contra una ley como la HB 4437 del senador Sesembrenner, que en 2006 concitó la respuesta de millones de ciudadanos. Ahora se ha fraccionado la lucha y se ha declarado una guerra de baja intensidad en contra de los inmigrantes. En Alabama sólo se oye un débil, un quejumbroso murmullo de respuesta.

Jorge Durand
La Jornada

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