La perspectiva de que se reduzca significativamente la liquidez, es decir, la afluencia de dinero para realizar transacciones de todo tipo provoca una creciente incertidumbre.
Con esto se apunta al recrudecimiento de las condiciones de una nueva recesión o, cuando menos, a un periodo más bien largo de bajo crecimiento de la producción, con un alto nivel de desempleo, menos gasto en consumo de las familias y un menor incentivo de las empresas para invertir.
Las deudas, en este caso, de los gobiernos y principalmente los de Europa y el de Estados Unidos, se sitúan en el centro de la disputa. Los títulos de la deuda pública tienden a valer menos y las acciones individuales de los inversionistas, que suelen convertirse en un efecto de manada
, precipitan la caída del valor y, en efecto, lo validan.
La excepción es la deuda estadunidense. Los valores emitidos por el Tesoro siguen siendo una reserva de valor; su demanda aumenta y se pueden colocar más a una menor tasa de interés. Algo similar ocurre con los títulos del gobierno alemán. Que esto ocurra, en medio de lo que se ha denominado una crisis del endeudamiento público, es indicativo del desarreglo que existe en las transacciones financieras. La situación está, pues, marcada por un relevante componente político.
Si este juego ocurriera en Las Vegas, tal vez tendría mayor orden. En un casino, quienes apuestan lo hacen en un entorno de riesgo que de modo más o menos calculado guía sus decisiones. Ese riesgo puede estimarse de modo probabilístico o simplemente sintiendo que la suerte se ha aparecido y hay que aprovecharla.
Al final se sabe que la casa es la que gana, así está hecho el negocio, y quienes ganan unas partidas sacan cuentas alegres y se van contentos…hasta la próxima vez. Por cierto que puede haber formas de vencer al casino: se puede hacer trampa y hasta salir airoso, aunque es poco probable y eso sí, muy riesgoso. O bien se puede organizar una banda como la de Ocean’s Eleven.
Pero en el terreno financiero lo que existe es la condición esencial de la incertidumbre, que se puede tratar como un riesgo que no puede estimarse. Esta es la premisa que guía el comportamiento de los inversionistas en general. Así se crean los episodios de expansión y contracción de las economías que marcan la historia económica. Se afirma más mientras es mayor el sector financiero y las transacciones que se realizan se hacen más enredadas (como es el caso de los derivados).
Lo que ocurre en episodios de crisis como el actual es que tal incertidumbre se hace más compleja y se combina con la desconfianza, misma que tiende a volverse radical.
Como las transacciones que involucran deudas se desenvuelven en el tiempo, los acreedores desconfían de que al vencimiento del contrato el deudor pueda pagar. Así que se pospone o, de plano, se evita la operación. Trata de mantenerse líquido
, o sea, con dinero en lugar de documentos que amparan deudas y esperar poder usarlo favorablemente más adelante. Esto afecta primordialmente a los préstamos interbancarios, claves para la operación del sistema de crédito.
Otra manera de intentar mantener el valor de los activos es comprando bienes, como sucede con el oro, esperando que su valor retenga parte de la riqueza así invertida. Esto han hecho muchos inversionistas, llevando el precio del oro a valores nominales récord.
Tanto quedarse con liquidez como comprar oro son actos de naturaleza especulativa, pero que están disociados de la creación de valor. Este es un rasgo esencial de la crisis y hace que su costo social y económico sea muy elevado. Además distribuye de modo desigual los costos y las ganancias que se crean.
En el flujo y el reflujo de los mercados hay empresas que pierden valor cuando cae el precio de sus acciones, a pesar de que sus condiciones productivas y financieras no estén gravadas por la persistente incertidumbre, especulación o, de plano, pánico.
Hoy no se advierte que haya posibilidad efectiva de frenar la caída del valor económico de la producción y de la fuerza de trabajo y revertir la descomposición que está ocurriendo en el mercado financiero y entre los bancos.
En el sector financiero se quiere confrontar lo que se llaman riesgos sistémicos, aquellos que avivan situaciones de descomposición general. Esto proviene de los elevados costos sociales que genera la intervención de los gobiernos para salvar
a los bancos, compañías de seguros o hipotecarias, como pasó recientemente en 2008.
Las regulaciones que busca establecer el comité de Basilea en este sentido pueden, sin embargo, extenderse a instituciones financieras que no representan riesgos sistémicos y que en última instancia son fuentes eficaces de crédito para las empresas pequeñas y medianas.
Muchos cabos se han ido soltando en el entorno de la crisis, que lejos de superarse se está ahondando. Amarrar esos cabos para reordenar las condiciones de la incertidumbre hacia formas más virtuosas de creación de valor es hoy el asunto clave de la política pública. Pero hay mucho ruido y las señales están todavía y al parecer estarán aún por un buen tiempo, muy distorsionadas.
León Bendesky
La Jornada
http://www.jornada.unam.mx/2011/08/22/opinion/026a1eco
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