domingo, 7 de agosto de 2011

Caída (ya no tan libre)

El nuevo desplome de las bolsas de valores del mundo reitera la más antigua lección de la economía neoclásica: los mercados son inteligentes, tal como se repite en cualquier reunión de inversionistas y accionistas. Los mercados saben, por encima de cualquier juicio o valoración de sus observadores, cuándo las condiciones les son favorables y cuándo no. Es un saber peculiar, porque inhibe las posibilidades de que cualquier otro saber actúe de manera determinante sobre sus condiciones. Un saber, digamos, inalcanzable, insondable. Sabemos que saben, pero no cómo saben. La razón es simple y la explicó Niklas Luhmann alguna vez: no hay ningún observador en el mercado que puede ocupar un lugar en el que el conjunto de las condiciones que hacen posible su existencia sea observable. Es la inteligencia de un mecanismo, de una suerte de automatismo social, que se impone a cualquier augurio, ya sea pesimista u optimista.

Lo obvio es que el acuerdo adoptado el martes pasado en Washington por el presidente Barack Obama y una mayoría republicana para salir al paso del déficit público de Estados Unidos encerraba algo más que una burbuja política. Y al parecer lo único que logró fue confirmar el pesimismo que muchos le vaticinaban: volver a las fórmulas ya hoy convencionales de la desregulación no hace más que multiplicar las condiciones que en la actualidad inhiben a la economía estadunidense.

¿En qué consistió, en rigor, el pacto que firmaron una exótica mayoría de republicanos y demócratas (impugnados por otra exótica minoría de demócratas y republicanos) para hacer frente a la deuda del erario público? El acuerdo dejó intocadas las posibilidades de recaudar impuestos entre quienes concentran la mayor parte de los ingresos y las inversiones. Por el contrario, impuso el (trillado, se puede decir hoy) principio de que sólo recortando el gasto público (léase: una forma de desregulación) es posible reanimar la economía.

Pero los mercados son inteligentes. Y su lectura, tres días después de pactado el retorno a eso que Blaustein ha llamado la puerta del retrovirus, fue exactamente la contraria. Y lo que leyeron, como afirma el reporte de Goldman Sachs, fue precisamente la amenaza del retrovirus: si se recorta el gasto público en una época de implosión de inversiones lo que sigue es mayor desempleo. Si el desempleo aumenta, ¿quién va a comprar los bienes que produce la economía en su conjunto?

Las cifras sobre el desempleo estadunidense se han convertido en el objeto de una auténtica disputa nacional. La cifra oficial es de 9.4 por ciento. Un nivel que en Estados Unidos trae consigo alarmas rojas. Pero la mayoría de los observadores afirman que la cifra real es bastante mayor. Han proliferado los part time jobs (empleos de tiempo parcial); hay muchos que sólo tienen empleo unos cuantos meses al año (lo que obliga a preguntarse en qué momento se hace la estadística); y hay empleos que no debería ser definidos así (por ejemplo, cuando un solo salario se divide entre dos trabajadores, lo cual arroja la paradigmática ecuación de 2=1). Un recuento más acucioso podría arrojar cifras hasta de 13 por ciento de desempleo.

Las interpretaciones ameritan, por supuesto, ser más complejas que los argumentos retóricos que ha traído el debate sobre la política económica de Obama. El presidente negoció un acuerdo en el que efectivamente se hacen recortes al erario público por concepto de un trillón de dólares (¡pero en los próximos 10 años!) A cambio obtuvo la licencia para subir el techo de endeudamiento en 900 mil millones de nuevos ingresos. Dinero que está a disposición inmediata y será gastado en los próximos meses. ¿Por qué no funcionó entonces el acuerdo? ¿Por qué precipitó una nueva implosión en Wall Street?

La respuesta, al menos según Ulrich Beck, reside en el permanente olvido de un lugar que se ha vuelto un punto ciego para quienes homologan la economía exclusivamente con los mercados financieros, las estrategias de las tasas de interés y las políticas de inversión. Ese lugar no es otro que el de la producción. ¿Cuáles son las transformaciones que se han escenificado en el sótano más profundo del edificio económico en las últimas dos décadas? ¿Qué es lo nuevo realmente en la economía mundial?

Los robots, la digitalización de los procesos de producción, la cibernetización de todas y cada una de las operaciones de la economía, ¿no acaso han forjado un nuevo orden en el que no se reflexiona con detenimiento? Los índices de productividad en Estados Unidos han aumentado más en los últimos 20 años que en todo el siglo XX. También las cifras de las utilidades. La velocidad de disponibilidad de un producto (desde el momento en que se produce hasta que aparece en los anaqueles de las tiendas) ha crecido en las pasadas dos décadas mil 600 por ciento. Las compras y las ventas están separadas por un click, y todo el ejército de mensajeros y contadores que las administraban antes están viendo hoy, desempleados, la tv en sus casas.

Los viejos economistas habrían hablado de un cambio estructural. Y esta nueva estructura, tan intangible como lo es el mundo digital, es la que acaso está afectando a todo el edificio. Un edificio ya vetusto, sostenido por máximas y dogmas que quieren preservar los éxitos efímeros de un capitalismo que Toni Judt llamó con toda justificación parasitario.

Fue el Tea Party, ese grupo de conservadores delirantes, que impuso el acuerdo sobre la deuda estadunidense. Y Obama cedió. Transigió frente a una fuerza temida por lo seductor de sus argumentos y la contundencia de su retórica. Pero la discusión en torno al equilibrio del presupuesto federal, que divide a quienes insisten en recaudar más a través de impuestos y quienes impulsan el recorte al gasto público, encierra en realidad un tejido de reflexiones mucho más profundas que la retórica en la que vienen envueltas.

El impuesto moderno es una de las fábricas esenciales de la construcción de lo público. ¿Cuánto se paga al erario y cómo se debe gastar? es un debate que arrastra a una sociedad entera. Y el ataque deliberado y salvaje contra el concepto mismo de impuesto no tiene otro sentido más que la destrucción permanente de esa fábrica de lo público.

Pero las cosas no son, evidentemente, tan sencillas. Obama enfrentó la crisis de 2008 con una política cuasi keynesiana. Y, seamos sinceros, los resultados no fueron positivos. Por el contrario, el desempleo pasó de 6 por ciento a 9.5 por ciento. Exactamente los saldos opuestos a lo que se espera de una estrategia basada en la expansión de las responsabilidades públicas sobre la economía general. ¿Fue esa sombra la que pesó en el acuerdo que aumentaba el techo del endeudamiento? ¿Habría entonces que concluir que la herencia de Keynes ya no responde a la situación actual? Siempre es sencillo tirar toda una teoría por la borda frente a un caso aislado. ¿Pero qué tan aislado es el caso de las crisis que comienza en 2008 y no ha logrado más que ahondarse?

Si los orígenes profundos de este estado comatoso de las economías centrales se encuentran más bien en las transformaciones de la escena de la producción, ¿no habría entonces que pensar en reformas que alcancen esa complejidad? ¿Son posibles esos cambios remozando tan sólo el Consenso de Washington? Cuando los mercados saben al parecer todo y los economistas saben cada día menos, estas preguntas podrían devenir relevantes.

Ilán Semo

La Jornada

http://www.jornada.unam.mx/2011/08/06/opinion/023a1pol

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