La hambruna devasta el cuerno del continente negro. Etiopía, uno de los países más hambrientos del mundo y donde más de trece millones de personas necesitan ayuda alimentaria internacional, ofrece paradójicamente tres millones de hectáreas de su tierra más fértil a ricos países árabes como Arabia Saudí, los Emiratos Árabes, Kuwait o Bahréin y a sus fondos de inversión. A esta grave situación hay que añadir la avalancha de somalíes, 134.000 hasta el momento, que abandonan su país y se refugian en Etiopía y Kenia huyendo de la guerra, de la sequía y de la falta de alimentos. Se calcula que el 50% de los niños somalíes sufre desnutrición severa.
Esta nueva crisis alimentaria, iniciada ya en años anteriores, hizo que los dictadores de Libia, Argelia, Túnez o Egipto subvencionasen alimentos para calmar a sus poblaciones, utilizando incluso a algunos ejércitos para repartir pan. Ahora muchos de los países árabes del norte de África luchan por vivir en democracia mientras persiste el encarecimiento de los alimentos y se deteriora su situación económica, con un turismo que les ha abandonado y un tejido empresarial muy dañado.
No olvidemos que esta región es una de las principales consumidoras de trigo del mundo. El Gobierno egipcio reparte gratuitamente el equivalente a 2.000 millones de dólares al año en trigo; un 60% de las familias de ese país depende de esa donación, según ha publicado recientemente en el Herald Tribune Lester R. Brown, presidente del Earth Policy Institute.
Egipto produce trigo gracias al agua del río Nilo. Tras un acuerdo con sus vecinos Etiopía y Sudán, puede utilizar un 75% del flujo. Pero esta situación está cambiando con la llegada a los países más meridionales de compradores de tierras extranjeros.
Alimentos como el maíz, el trigo, la soja o el azúcar han incrementado espectacularmente sus precios en el norte de África y Oriente Próximo. La situación llega a ser tan desesperada que Naciones Unidas ha denunciado que en Yemen los niños tienen que recurrir a tomar khat, una droga que, al ser mascada, genera un estado de euforia leve y anula el apetito.
Por esto, los ricos países árabes antes citados, han decidido, además de importar alimentos, invertir en las tierras fértiles africanas desplazando a sus comunidades autóctonas, aprovechándose de que, en la mayoría de los casos, los campesinos subsaharianos no tienen documentos de compra o alquiler y que sus corruptos gobernantes miran hacia otro lado mientras sus cuentas corrientes aumentan día a día. Algunos de los países elegidos son Mozambique, Malí, Sudán, Uganda, Madagascar, Etiopía, Senegal, Tanzania, Camerún y Zimbabue.
Estas escandalosas compras ponen en peligro la futura alimentación de los africanos que se quedan sin tierras propias que trabajar y solo pueden aspirar, como mucho, a ser peones de los nuevos propietarios árabes. Naciones Unidas, a través de su organismo para la alimentación, FAO, ha lanzado en diversas ocasiones la voz de alarma diciendo que solo conservando las pequeñas explotaciones agrícolas se puede detener el aumento del hambre y la desnutrición en África.
A veces, estas inversiones son llevadas a cabo directamente por los Gobiernos de los países árabes, y otras muchas por empresas, fondos de inversión o de pensiones intermediarias, que además se convierten en grandes especuladores de esos cultivos, pasando a ser los protagonistas de la subida de precios de los alimentos, sin importarles en ningún momento las condiciones de trabajo de los autóctonos.
Uno de los millonarios más importantes del mundo, el saudí Al Amoudi, a través de la compañía Saudi Star, ha dedicado 2.000 millones de dólares a comprar tierras en Etiopía. En cuanto al Banco de Desarrollo Islámico, tiene planes de inversiones multimillonarias para el cultivo de arroz en Malí, Senegal y Uganda.
Por su parte, Libia posee cientos de miles de hectáreas también en Malí a través de su fondo de inversiones Libia Africa Investment Portfolio, empresa que controla la familia Gadafi. Otra de sus empresas, Malibya, ha comprado 100.000 hectáreas con la misma finalidad. Pero mientras los extranjeros compran tierras, miles de malienses se han visto en la necesidad de emigrar a otras zonas del país a causa de la sequía que están sufriendo, una de las peores de los últimos 20 años.
A estos datos fríos se les puede poner caras como la de esos 54.000 somalíes que el mes pasado decidieron dejar lo que tenían para salir caminando de su país, a través del desierto, en dirección a alguno de los campos de refugiados que Naciones Unidas tiene en los países limítrofes.
Mercè Rivas Torres, periodista y autora de Los sueños de Nassima y Vidas.
El País
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