domingo, 29 de noviembre de 2009

Alimentación: hacia un nuevo colonialismo

Mientras que amplias franjas de la población mundial continúan padeciendo los estragos de una de las peores crisis alimentarias en la historia reciente, a la cual se sumaron los efectos de la recesión económica internacional, en distintos puntos del planeta, particularmente en los países pobres, se amplían las prácticas de acaparamiento de tierras cultivables por parte de extranjeros, tanto gobiernos como consorcios privados.


En los últimos meses, en Etiopía se ha puesto en marcha una política de arrendamiento de amplias porciones del "sobrante" de sus tierras fértiles a agroindustriales extranjeros, algo que, de acuerdo con el gobierno encabezado por Meles Zenawi, contribuirá a satisfacer la alimentación de sus más de 80 millones de habitantes, pero que, en el sentir de los propios etiopes y de distintos especialistas internacionales, sólo contribuirá a acentuar la de por sí galopante pobreza en esa nación del cuerno de África, sistemáticamente azotada por la hambruna.


Pero no se trata de un hecho aislado. Por citar uno de los ejemplos más recientes y significativos, cabe hacer mención al acuerdo suscrito, en noviembre de 2008, entre el gobierno de Madagascar, entonces encabezado por Marc Ravalomanana, y la empresa surcoreana Daewoo, por medio del cual esta última se beneficiaba con el arrendamiento de la mitad de las tierras cultivables de esa isla del sureste africano por 99 años, para la producción de maíz y aceite de palma. La amplia resistencia generada entre los agricultores locales obligó a la firma surcoreana a suspender el convenio en abril pasado, y terminó por ser un factor determinante en el derrocamiento del entonces gobernante malgache, el mes siguiente.


Por lo que hace a nuestro país, el fenómeno se ha manifestado con las alianzas empresariales establecidas por el grupo chino Suntime International Techno-Economic para operar unas mil hectáreas de terreno para la producción de granos, particularmente de arroz. Historias similares han tenido lugar en países como Camerún, Sudán, Marruecos, Pakistán, Camboya, Laos, Filipinas y Brasil, entre muchos otros.


La extensión de lo que ha sido calificado por el director de la FAO, Jacques Diouf, como un "sistema neocolonial", constituye el avance de un peldaño en la aplicación de la visión global de libre mercado que ha prevalecido en las últimas décadas en la política alimentaria mundial, la cual convierte las necesidades alimentarias de la población en una inmensa oportunidad de negocios privados. A lo que puede verse, para dicha lógica ya no es suficiente con acaparar la producción de alimentos –como ocurrió recientemente–, y se empeña ahora en hacer lo propio con las tierras que los producen, sobre todo en las llamadas economías emergentes.


Los efectos de tales prácticas no sólo resultan devastadores para los agricultores en pequeña escala, los cuales son vistos como un obstáculo por sus respectivos gobiernos, sino que amenazan con ser desastrosos para el conjunto de la población mundial: es claro que, con el desmantelamiento de los sectores agrícolas locales, el empeoramiento de las condiciones de vida de los campesinos y la absorción de los recursos disponibles por parte de los consorcios agroindustriales y de los países desarrollados, se acentuará todavía más el desequilibrio existente en la distribución mundial de los alimentos, se potenciará el desarrollo de escenarios especulativos y de encarecimiento generalizado de la comida, y se acrecentará, en suma, la insatisfacción de las necesidades alimentarias de una población mundial que, se estima, llegará a 9 mil millones para 2050.


Ante los elementos de juicio disponibles, resulta impostergable que se emprenda un viraje en la política alimentaria vigente en el planeta. Es necesario que los gobiernos del mundo orienten sus medidas de apoyo hacia los pequeños productores de alimentos, que son los únicos que, a fin de cuentas, pueden garantizar la existencia de comida, sobre todo en países pobres, y que se frene cuanto antes la onda expansiva de un neocolonialismo alimentario inhumano y con potencial devastador.


Fuente: La Jornada



martes, 24 de noviembre de 2009

Es el Estado

Todo el extenso debate político e ideológico de las últimas décadas tiene al Estado como centro. Incluso cuando se intenta excluirlo, él vuelve como convidado de piedra, como sujeto oculto, que buscó tornarse invisible. El período actual fue abierto con el triunfo del diagnóstico neoliberal de que la economía se había estancado por las excesivas regulaciones impuestas por el Estado.

Según este diagnóstico, el Estado, de inductor del crecimiento económico se había tornado en obstáculo; de solución, se había transformado en el centro de la crisis. De ahí la propuesta de cuanto menos Estado, más crecimiento económico; del paso de un Estado regulador a un Estado mínimo, que en la práctica abría el camino para tener más mercado.

De ahí que el Estado haya sido diabolizado, transformado en la víctima privilegiada de los ataques del consenso neoliberal, del que el gobierno de Fernando Henrique Cardoso fue una expresión clara. Ajuste fiscal, privatizaciones, menos recursos para políticas sociales, apriete salarial de los funcionarios, despidos de empleados públicos; todo en la dirección de rebajar fuertemente el peso del Estado en la economía y en las políticas públicas, intensificar las desregulaciones, así como la apertura acelerada de la economía al mercado internacional.

Lo que centralmente fue atacado en el Estado es su poder regulador que, según los neoliberales, ahuyentaría las inversiones privadas. Menos regulaciones, mayor libertad de circulación para el capital y, según ellos, mayor crecimiento económico, con consecuencias positivas para todos, incluso para los trabajadores, con mayor creación de empleos.

Sin embargo ese diagnóstico se reveló equivocado, no fue eso lo que ocurrió en la práctica, las economías no crecieron. Lo que se dio fue una brutal transferencia de recursos de los sectores productivos para el sector especulativo, donde el capital – que no fue hecho para producir, sino para acumular, aunque sea en la especulación financiera – gana más, pagando menos impuestos y con liquidez total. Las tasas de intereses continúan recompensando el capital especulativo con remuneraciones que ninguna otra inversión posibilita. Así, menos Estado y menos regulación significó más especulación y más concentración de la renta.

Asimismo, los sectores neoliberales no repudian todas las actividades estatales. Quieren menos impuestos, menos gastos con políticas sociales y funcionarios públicos, pero siguen demandando créditos, subsidios, exenciones y todo tipo de facilidades al Estado. Esa parte del Estado les interesa. Financierizaron al Estado, que pasó a transferir renta del sector productivo y de la ciudadanía al capital financiero, mediante los llamados superávits fiscales, que reservan lo fundamental de la tributación para pagar las deudas del Estado.

Un gobierno anti-neoliberal – que va en dirección al pos-neoliberalismo – al contrario, retoma las funciones clásicas del Estado, de inductor del crecimiento económico, de financiador de la expansión económica, de agente de las políticas sociales, de regulador de las relaciones económicas, de celador de la soberanía nacional, entre otras funciones. Crea y alimenta mecanismos que inducen a la inversión productiva, controlando que una parte substancial de su producción vaya al mercado interno de consumo popular, con generación obligatoria de empleos.

El tema del Estado había sido suprimido del debate político y de las políticas neoliberales, todas ellas de carácter privatizador. En la hora de la crisis se apeló de forma unánime al Estado. Para la derecha, solamente para recomponer las condiciones de funcionamiento del mercado, apenas como una acción de emergencia.

Para una política anti neoliberal, que defiende el interés público, el Estado tiene un papel central, estratégico, en los planos económico, político, social y cultural. Aunque, para efectivamente desempeñar ese papel, como instrumento de un nuevo bloque social que dirija los destinos del Brasil y no solo reproduzca la predominancia de los intereses dominantes, el Estado tiene que ser radicalmente reformado, refundado en torno de la esfera pública, desmercantilizándose, desfinancierizándose, y tornándose en un Estado para todos los brasileños.

Emir Sader es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.

Traducción para www.sinpermiso.info: Carlos Abel Suárez


El vértigo de la historia

El vigésimo aniversario de la desaparición del Muro de Berlín nos ha dejado un alud de literatura que pretende rescatar lo que fueron aquellos acontecimientos. Apenas han visto la luz, sin embargo, análisis que permitan calibrar lo que supusieron los hechos de 1989. Pareciera como si, en la zozobra general en que estamos, optásemos por el relato historicista y pintoresco y nos alejásemos de cualquier suerte de reflexión que obligue a escarbar, en serio, en las causas de esa zozobra.

Las reflexiones del momento no han dejado hueco, por lo pronto, para una discusión vital: la que se pregunta por lo que fueron, al cabo, los sistemas de tipo soviético. Aún hoy son muchos los que viven de una doble ilusión óptica: por un lado, la que nace de la certeza de que esos sistemas eran realmente comunistas y, por el otro, la que da por descontado que con el hundimiento de la URSS el comunismo desapareció irremediablemente de la faz de la Tierra. Si lo primero es más que discutible –los sistemas de tipo soviético en modo alguno consiguieron trascender el universo histórico y social del capitalismo–, lo segundo se revela poco creíble en un planeta en el que, 20 años después, muchas de las ideas que el orden liberal creyó arrinconar para siempre reaparecen, bien es cierto que a menudo en orgullosa contestación de lo que fueron los regímenes del socialismo irreal.

En paralelo, sobran las razones para recelar del buen sentido de algunos de los pronósticos que se formularon en la estela de los hechos de 1989. El más sonado fue, claro, el que se refería a un eventual final de la historia de la mano de la incontestada entronización del orden liberal. Momento es este de reflexionar sobre la formidable aceleración de los ritmos que permite que hoy, sólo 20 años después, todas las certezas de entonces se hayan desvanecido. Con la globalización y el propio capitalismo en entredicho, el vértigo de los tiempos nos asalta e invita a abandonar cualquier certidumbre en lo que hace al rigor de las grandes tesis que nos han acompañado en los últimos cuatro lustros.

La efemérides de 1989 debería servir, por encima de todo, para acometer una reflexión sobre el singularísimo momento histórico en que nos encontramos. Aunque es verdad que, a diferencia de lo ocurrido 20 años atrás, el sistema hoy en crisis, el capitalismo, se beneficia de la ausencia, más allá de respetabilísimas elaboraciones teóricas, de fórmulas alternativas que den réplica a la triste realidad que arrastramos, su crisis despunta por doquier. Al margen de su incapacidad para acabar con la pobreza, la exclusión y la injusticia, cada vez se hace más evidente su vocación de agudizar los problemas medioambientales y de recursos que acosan al planeta.

Más allá de lo anterior, con todo, dos datos permiten tomar el pulso a la condición contemporánea del capitalismo. El primero nos recuerda que, al calor de un proceso globalizador que ha apostado con claridad por la gestación de un paraíso fiscal de escala planetaria, en abierta ignorancia de cualquier razón de cariz humano, social o ecológico, se ha perfilado un caos de escala planetaria que ha escapado visiblemente del control y de los intereses de quienes pusieron en marcha el proceso correspondiente. El segundo subraya lo que por momentos se antoja evidente: la llamativa incapacidad del capitalismo de estas horas para dar satisfacción de sus propios objetivos.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política

Fuente: Público

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Piratería 2.0

Tras la feliz resolución del secuestro del atunero Alakrana, se acaba una odisea que podría catalogarse de vodevil, de no ser por la situación de angustia que, sin duda, habrán vivido los familiares y amigos de los marineros durante estos 47 días.

En nuestro país, hemos asistido a un nuevo pim pam pum jurídico, político y mediático donde, una vez más, hay quien ha visto la oportunidad perfecta para sacar rédito electoral a toda costa, aunque esa costa se encuentre a miles de millas y se juegue con la suerte de los pescadores. Pero dejando a un lado las consideraciones nacionales, el caso Alakrana esconde un complejo tinglado internacional cuyo escenario no sólo se encuentra en las aguas del Índico.

Somalia es el perfecto ejemplo de lo que se denominan “estados fallidos”: sin un sistema político o jurídico efectivo ni sobre sus nacionales, ni mucho menos sobre su territorio, el país se encuentra fragmentado en pequeñas regiones controladas por señores de la guerra. Creado casi con tiralíneas a partir de distintos territorios coloniales italianos y británicos en 1960, Somalia lleva prácticamente 20 años en situación de guerra civil y luchas tribales, además de mantener un enquistado conflicto armado con su vecino, Etiopía, que ha llevado a la hambruna y la muerte a millones de personas. Los intentos de pacificación realizados por la ONU y EE.UU. fueron un sonoro fracaso (todos recordaremos en 1993 el episodio del derribo del Black Hawk). Es, además, el país con el mayor índice de mortandad infantil y de analfabetismo de toda África.

A primera vista, un territorio con semejante situación política y económica no parece el mejor lugar para que barcos de distinta nacionalidad faenen en sus costas. A no ser que eso sea precisamente lo que se busque: la ausencia de legalidad, con el fin de poder esquilmar los recursos pesqueros con toda impunidad. Somalia conserva en sus costas el mayor caladero de atún rojo del mundo, una especie muy cotizada y prácticamente extinguida en otras áreas como el Mediterráneo. Evidentemente, las técnicas de explotación pesquera que desarrollan los buques enviados a esta zona del Índico (incluidos los españoles), a buen seguro serían perseguidas por parte de las autoridades en cualquier otro país que contase con un gobierno y leyes efectivas.

Además, la situación geoestratégica de Somalia, en la encrucijada de las rutas marítimas de Oriente Medio y Asia, se convierte en un lugar perfecto -al no existir control medioambiental alguno-, para que cargueros, portacontenedores, y petroleros realicen tareas de limpieza de sus sentinas, contaminando las aguas territoriales somalíes con residuos de todo tipo, incluidos los radiactivos. Tras el tsunami de 2004, dichos residuos llegaron hasta la costa, emponzoñando las playas y los acuíferos, y provocando miles de afectados por intoxicaciones por sustancias químicas y radiactivas.

Así pues, en un país arrasado por la guerra, el hambre, y con sus recursos naturales expoliados o contaminados, parece comprensible que una forma “viable” de vida para la juventud somalí sea la piratería. Y, como ya sucediera meses atrás con el Playa de Baquio, la resolución del secuestro del Alakrana ha concluido con el pago de un rescate de 2,5 millones de euros, según las informaciones oficiales. Pero dicho pago no se ha abonado mediante una maleta repleta de billetes entregada directamente a los somalíes que se encuentran a bordo del buque, ni tampoco a sus cómplices en la costa. El pago del rescate se ha efectuado mediante una transferencia por internet a una cuenta en alguna exótica isla caribeña.

Resulta difícil imaginar a uno de estos piratas, que difícilmente habrán visto un ordenador en su vida, accediendo a los sistemas de banca electrónica y retirando dichos fondos para cobrar su botín. Por tanto, ¿dónde se encuentran realmente los piratas? ¿dentro o fuera del barco?

Según las informaciones publicadas, tan sólo el 50% del rescate quedaría como botín “en efectivo” en manos de los piratas. El otro 50% se destinará a financiar futuras acciones, y al pago de sobornos. ¿Qué clase de negocio lucrativo es este en el que tan sólo se cobra la mitad de los beneficios?. La respuesta es simple: los piratas no serían capaces de desarrollar su labor filibustera de no contar con una intrincada red cuyo núcleo no se encuentra en una chabola de Mogadiscio, sino en lujosos despachos de la City londinense.

Un informe de la inteligencia militar europea hecho público en mayo desvelaba que los piratas somalíes reciben información desde el Reino Unido, a través de teléfonos satelitales y sistemas GPS, sobre los barcos que pueden secuestrarse, sus nombres, sus rutas, sus cargas, y sus nacionalidades. Así sucedió, por ejemplo, con el intento de secuestro en marzo del atunero vasco Felipe Ruano. De no ser por esta sustanciosa información, resultaría imposible abordar cualquier embarcación en un área tan extensa como es el llamado “cuerno de África”; y menos con las embarcaciones que emplean los piratas, muchas de ellas simples cayucos.

Una vez se ha producido el secuestro, entran en juego bufetes de abogados y consultoras ubicadas en Londres (los mismos que previamente informaron a los piratas), que actúan como “negociadores” entre las empresas propietarias de los buques apresados, y sus captores. Evidentemente, esta negociación queda fuera del ámbito diplomático y no tiene carácter humanitario (salvar las vidas de los secuestrados), sino financiero (obtener una “comisión” según la cuantía del rescate).

Una vez llegado a un acuerdo, el pago se realiza en sucursales de bancos ingleses radicadas en paraísos fiscales de territorios británicos de ultramar y de la Commonwealth, como las Islas Caimán o la Isla de Jersey. Los “mediadores”, junto con las entidades bancarias, son los encargados de hacer llegar finalmente el dinero a los piratas. La ausencia de normativa legal respecto a las transacciones realizadas hacia estos territorios, el avance de las comunicaciones, y la connivencia entre la City británica y sus ex-colonias, hacen por tanto de la piratería del siglo XXI un negocio más que rentable.

¿Se habrá equivocado la Audiencia Nacional a la hora de encarcelar a los dos piratas somalíes? Si realmente se quiere erradicar la piratería sería más efectivo que, en vez de enviar fragatas al Índico a escoltar nuestros barcos (por cierto, ¿desde cuándo se emplea al ejército -que pagamos todos- para asegurar una actividad privada?), la Operación Atalanta se reconvirtiese en una redada a desarrollar en la capital londinense. Pues a la vista de los datos, parece lógico pensar que el 50% del botín del Alakrana que no han cobrado los piratas vaya a parar a estos “negociadores”, en concepto de información y blanqueo de capitales.

Son por tanto súbditos británicos los que, sin que ninguna autoridad inglesa -ni europea- tome cartas en el asunto, están empleando a jóvenes somalíes como brazo armado low cost, emulando así las mejores hazañas de Sir Francis Drake, o Edward Teach Barbanegra. Pero en estos tiempos modernos, para llenarse los bolsillos los piratas no necesitan del beneplácito de su graciosa majestad: Les basta una conexión de ordenador, y la opacidad que les proporcionan los mercados financieros. Es la piratería versión 2.0.

Osvaldo Midore – ATTAC Andalucía

martes, 17 de noviembre de 2009

Salvar a los que mueren de hambre no es urgente

Ya es una burla. El grandilocuente compromiso de la cumbre de Roma de reducir a la mitad, en 2015, el número de personas que pasan hambre en el mundo no está acompañado de fondos, ni de mecanismos, ni de controles. Es decir, no se cumplirá.
En el último año de crisis global ha aumentado en 170 millones el número de víctimas de la hambruna, sin que las ocho grandes potencias económicas fueran capaces de cumplir su promesa de aportar, para combatirla, una minúscula fracción de lo que han entregado urgentemente a la banca. Se ve que la muerte de un niño cada seis segundos por desnutrición no les parece tan urgente.
Ahora nos dicen que rebajarán la descomunal cifra de famélicos en 500 millones, y en sólo seis años, al tiempo que se niegan a desembolsar entre todos una cantidad inferior a la que estafó Bernard Madoff; un dinero que la FAO está pidiendo para los campesinos pobres del planeta, que suman un tercio de todos los habitantes de la Tierra. Si esos agricultores –castigados por el cambio climático– no reciben ayuda inmediata, serán incapaces de alimentar a miles de millones de personas. Pero tampoco eso es urgente para los miembros del G-8.
El Programa Mundial de Alimentos ha tenido que pedir donativos individuales por primera vez en su historia, ante la falta de aportaciones de los países ricos. Intenta hacer frente a una docena de emergencias en las que está en juego la vida de millones de personas, pero sólo ha recibido la mitad de lo que necesita. Es decir, le falta una décima parte de lo que Wall Street va a repartir sólo en bonus a final de año, para celebrar los extraordinarios resultados obtenidos por la banca financiera gracias al dinero público.
Los que se están muriendo de hambre pueden esperar.

Carlos Enrique Bayo. Público

Una ocasión perdida

El 9 de noviembre de 1989 caía el muro de Berlín. Veinte años después, mientras el capitalismo, a su vez, vacila bajo los golpes de una crisis sistémica, ¿qué balance se puede establecer de las dos décadas que acaban de transcurrir? ¿Por qué otros muros, igual de indignantes, no se han derribado?

Simbólicamente, el hundimiento del muro de Berlín marca la conclusión de la guerra fría así como el fin -aunque la Unión Soviética no se disolvería hasta diciembre de 1991- del comunismo autoritario de Estado en Europa. Pero no el fin de la aspiración de millones de pobres a vivir dignamente en un mundo más justo e igualitario.

El muro de Berlín se hunde debido, por lo menos, a tres hechos capitales ocurridos durante la década de 1980:

1) las huelgas de agosto de 1980 en Polonia, que ponen en evidencia una contradicción fundamental: la clase trabajadora se opone a un presunto “Estado obrero” y al supuesto “Partido de la clase obrera”. La teoría oficial sobre la que se basaba el comunismo de Estado se viene abajo;

2) en Moscú, en marzo de 1985, Mijaíl Gorbachov es elegido secretario general del Partido Comunista de la URSS. Lanza la “perestroika” y la “glásnost”, y activa, con las precauciones de un artificiero, la reforma del comunismo soviético;

3) durante la primavera de 1989, en Pekín, en vísperas de una visita de Mijaíl Gorbachov, miles de manifestantes reclaman reformas similares a las que se llevan a cabo en la URSS. El Gobierno chino hace intervenir al Ejército. Resultado: cientos de muertos y condena internacional del régimen de Pekín.

Cuando, en el otoño de 1989, ciudadanos de Alemania del Este se echan a la calle para exigir reformas democráticas, las autoridades dudan en disparar o no sobre las multitudes. Moscú anuncia que sus tropas estacionadas en Europa del Este no participarán en ninguna represión. La intensidad de las manifestaciones se multiplica. La suerte está echada. El muro de Berlín cae. En unos meses, uno tras otro, los regímenes comunistas de Europa son barridos. Incluidos los de Yugoslavia y Albania.

Constatación importante: el sistema se desploma por descomposición interna, y no a causa de una ofensiva del capitalismo que lo habría derrotado. En esos años, Estados Unidos se halla en grave recesión tras el “lunes negro” de Wall Street acaecido dos años antes (el Dow Jones había caído, el 19 de octubre de 1987, un 23%). Pero la interpretación que se dará es que, en el enfrentamiento que opone, desde el siglo XIX, el comunismo al capitalismo, éste se ha impuesto. Por KO. De ahí una suerte de ebriedad intelectual que hará creer a algunos en el “fin de la historia”.

Error fatal. Al perder a su “mejor enemigo” -el que, mediante una relación de fuerzas constante, le obligaba a autorregularse y a moderar sus pulsiones-, el capitalismo se dejará arrastrar por sus peores instintos. Olvidando la promesa de hacer que el mundo se beneficie de los “dividendos de la paz”, Washington impone en todas partes, a marchas forzadas, lo que cree ser la idea triunfal: la globalización económica. Es decir, la extensión al conjunto del planeta de los principios ultraliberales: financiarización de la economía, desprecio por el medio ambiente, privatizaciones, liquidación de los servicios públicos, precarización del trabajo, marginación de los sindicatos, brutal competencia entre los asalariados del mundo, deslocalizaciones, etc. En resumen, una vuelta al capitalismo salvaje. El multimillonario estadounidense Warren Buffet proclama: “Hay una lucha de clases, por supuesto, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que dirige la lucha. Y nosotros ganamos” (1).

En el plano militar, Washington despliega su hiperpotencia: invasión de Panamá, guerra del Golfo, ampliación de la OTAN, guerra de Kosovo, marginación de la ONU… Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, George W. Bush y sus “halcones” deciden castigar y conquistar Afganistán e Irak. Reducen la ayuda a los países pobres del Sur y lanzan una cruzada contra el “terrorismo internacional” utilizando todos los medios, incluidos los menos nobles: vigilancia generalizada, tortura, “desapariciones”, prisiones secretas, penales ilegales como el de Guantánamo… Creen en un mundo unipolar, dirigido por unos Estados Unidos hegemónicos, seguros de sí mismos y dominadores.

El balance será desastroso: ninguna victoria militar real, una inmensa derrota moral y una gran destrucción ecológica. Sin que los principales peligros hayan sido eliminados. La amenaza terrorista no ha desparecido, la piratería marítima se agrava, Corea del Norte se ha dotado de armas nucleares, Irán podría hacerlo… Oriente Próximo sigue siendo un polvorín…

El mundo ha pasado a ser multipolar. Varios grandes países -Brasil, Rusia, la India, China, Sudáfrica- forjan alianzas al margen de las potencias tradicionales. En Suramérica, Bolivia, Ecuador y Venezuela exploran nuevas vías del socialismo. Hasta el recurso al G-20 con motivo de la crisis económica global confirma que los países ricos del Norte no pueden solventar en solitario los principales problemas mundiales.

La oportunidad histórica que constituía la caída del muro de Berlín se ha desperdiciado. El mundo de hoy no es mejor. La crisis climática hace pender sobre la humanidad un peligro mortal. Y la suma de las cuatro crisis actuales -alimentaria, energética, ecológica y económica- da miedo. Las desigualdades han aumentado. La muralla del dinero es más imponente que nunca: la fortuna de las quinientas personas más ricas es superior a la de los quinientos millones más pobres… El muro que separa el Norte y el Sur permanece intacto: la malnutrición, la pobreza, el analfabetismo y la situación sanitaria incluso se han deteriorado, particularmente en África. Por no hablar del muro tecnológico.

Además, se han levantado nuevos muros: como el edificado por Israel contra los palestinos; o el de Estados Unidos contra los emigrantes latinoamericanos; o los de Europa contra los africanos… ¿Cuándo decidiremos destruir de una vez para siempre todos esos muros de la vergüenza?

Notas:
(1) The New York Times , 26 de noviembre de 2006.

Ignacio Ramonet

Artículo publicado en Le Monde Diplomatique.

Democracias en descomposición

En todas partes de Europa ascienden, lenta pero inexorablemente, los vapores nauseabundos de la intolerancia, el racismo, la ausencia de solidaridad, el orden moral y la regresión religiosa. Teniendo en cuenta la evolución de las democracias europeas, se tiende a establecer una comparación inquietante con el ambiente nocivo de los años treinta del siglo XX. Es cierto que no están de vuelta ni el fascismo semimilitarizado que Italia se inventó alrededor de 1920, ni tampoco el monstruoso nazismo que surge del fondo de la noche alemana. Ahora se trata de algo antiguo y moderno a la vez. Antiguo, porque tanto hoy como ayer se sigue practicando la caza del extranjero (ahora clasificado en la categoría neoxenófoba de "no comunitario"), del diferente, del inmigrante, del que pide asilo o del pobre que mendiga. Él carga con todos los males, a él le cuelgan el sambenito de la inseguridad social, y él también es sospechoso de traer, como las ratas la peste, el debilitamiento de la identidad del país al que inmigra. De ser humano, es reducido a la condición de intruso, de indeseable y de invasor. Es un chivo expiatorio tanto más conveniente en cuanto que es impotente para defenderse. De un lado, sus derechos son recortados día a día; del otro, es vigilado, la policía lo detiene, lo controla por el color de su piel, a veces lo insulta y otras lo mata "por error".


La precariedad es terreno fértil para que surjan el odio y la violencia en las relaciones sociales


Dirán que no hay nada nuevo en todo esto. Es verdad. Pero el estado de ánimo contemporáneo presenta características tanto más insidiosas que vienen recubiertas con frecuencia de una retórica de los derechos tan hipócrita como mentirosa. Ante todo, esta retórica se reviste de las virtudes del sistema democrático, es decir que avanza envuelta en el discurso de la ley. Pondremos un ejemplo. Todos sabemos que la directiva adoptada en junio de 2008 por el Parlamento Europeo, calificada con toda justicia de "directiva de la vergüenza", pretendía endurecer las condiciones de entrada y de residencia de quienes pedían asilo, alargar de forma excesiva los plazos de retención, y violar los derechos del menor situado en la misma categoría que el adulto, etc. Pero los gobiernos siguen presentando este texto como si ofreciera "garantías" adicionales a los extranjeros, nuevos derechos y una protección mejor organizada, aunque saben perfectamente que esta forma de operar no resiste el debate democrático. Éste es el motivo por el que los textos de aplicación de esta directiva europea son con frecuencia adoptados por la representación nacional deprisa y corriendo, en procedimiento de urgencia, y obliga a los diputados de la propia mayoría que no están de acuerdo con someterse o a dimitir.


Aunque sean motivo de preocupación, estas manipulaciones jurídicas no alcanzan afortunadamente las derivas que conocemos en Italia sobre el mismo tema. Allí, en la retórica del gobierno como en la de algunas autoridades municipales, el inmigrante se ha convertido simple y llanamente en sinónimo de delincuente. En Verona, la Liga Norte, partido racista que gestiona la ciudad, acaba de dar carácter oficial a las milicias civiles que patrullan las calles para "ayudar" a la policía en sus "tareas" de prevención de la delincuencia, a pesar de que Verona sea una ciudad donde verdaderamente no hay delincuencia, los extranjeros son mantenidos a raya y la inmigración clandestina es casi inexistente. Claudio Magris, uno de los pensadores y creadores europeos más lucidos de la actualidad subrayó, al recibir recientemente el premio de los libreros alemanes, que estos comportamientos recordaban dolorosamente el pasado fascista de Italia. Como "patriota" italiano, se declaró alarmado ante la ausencia de responsabilidad moral de las elites ilustradas que dejan que se extienda este estado de ánimo. Hay más signos de descomposición de la democracia que preparan el terreno para la llegada de los conservadurismos autoritarios. También en Francia, no pasa un día sin que se pongan en evidencia asuntos de nepotismo, de costumbres que atañen a los responsables en el poder, y de atropello a las reglas democráticas. La prensa, que hace su trabajo (mejor o peor, este es otro asunto, y los que se consideran injustamente calumniados pueden defenderse ante la ley), es ahora objeto de ataques populistas extremadamente duros. Se intenta intimidar a los que levantan la voz.


Todo esto tiene lugar en Europa en un contexto de crisis social y económica: el desempleo, la precariedad, la ausencia de esperanza de quienes se ven desestabilizados de este modo constituyen un terreno fértil para que surja el odio y la violencia en las relaciones sociales. El fascismo de ayer era grosero, brutal, paramilitar; los fermentos actuales de la descomposición de la democracia, ¿no serán los signos precursores de un neofascismo moderno, suave y bien pensante?


Sami Nair

Fuente: El País

Traducción de M. Sampons.