miércoles, 5 de marzo de 2014

¿Puede evitarse la inmigración irregular?

Cada día nos enteramos de que un grupo de inmigrantes, muchas veces numeroso, ha logrado entrar en España saltando la valla, en precarias pateras o incluso a nado. Sin contar los que llegan por otras vías menos dramáticas. Quince de estos inmigrantes murieron por una represión desmedida sin que nadie asuma la responsabilidad de estos probables homicidios. Mientras tanto, más de mil esperan en Marruecos, a veces durante más de un año, la oportunidad de entrar en una España para nosotros inmersa en una profunda crisis pero que para ellos representa la oportunidad de escapar de una vida miserable o incluso de conservarla.

Ante esta situación, la respuesta de España y de toda Europa se limita a idear métodos cada vez más eficaces para detenerlos o a dirigir sus esfuerzos diplomáticos para que otros países los empleen. Será inútil: antes que un problema de seguridad se trata de un problema de física. Hemos sabido que la frontera que separa España de África es la que muestra una mayor desigualdad entre la riqueza de ambas partes, quizás con la excepción de los dos Coreas. Y ello implica una presión semejante a la que se produce en un laboratorio entre dos líquidos de diferente saturación separados por una membrana. Como en este caso es imposible una separación hermética entre ambas partes, el flujo de inmigrantes está asegurado, aunque los medios represivos consigan algunos éxitos ocasionales.

Las soluciones que propone la derecha, además de indignas son inútiles: desde el aumento de los efectivos policiales hasta defender el uso de armas antidisturbios, pasando por la eliminación de cualquier garantía jurídica aplicable a los inmigrantes. Desde luego que no todos los inmigrantes que tratan de entrar en España sufren hambre, pero sí la sufren millones (unos 850 millones) de personas de los países de donde vienen. Y no se trata del hambre que podemos conocer nosotros sino de aquella que obliga a dejar de alimentar a los niños más débiles para asegurar la supervivencia de los más sanos o la que provoca una retracción de los tejidos hasta dejar los huesos al descubierto. Y a una persona en esta situación o a los hijos más fuertes que deciden escapar de ese infierno para ayudar a su familia será inútil amenazarlos con concertinas o pelotas de goma. Muchos de ellos han visto morir a compañeros suyos y vuelven a intentarlo una y otra vez.

Pero los argumentos que apelan a sentimientos humanitarios no bastan. Porque si nos quedamos en ellos la respuesta se limita a organizar ayudas puntuales para paliar las consecuencias de esta situación, distribuyendo alimentos, tratamientos médicos y campamentos de refugiados. Actividades indispensables, por supuesto: no se trata de desvalorizar el trabajo en ocasiones heroico de tantas ONG que han logrado salvar muchas más vidas que quienes nos limitamos a escribir sobre el problema. El argumento falaz de quienes sostienen que la ayuda humanitaria es negativa porque sustituye obligaciones de los Estados pierde de vista que sin esa ayuda enfermarían y morirían muchas más personas mientras los Estados seguirían sin cumplir con su obligación. Sin embargo, estas ayudas nunca podrán sustituir la acción política que exige intervenir en el origen de la miseria, para lo cual es necesario comprender las complejas causas del hambre.

Una explicación habitual atribuye esas causas a los fenómenos naturales como las sequías, la desertización y también a la corrupción de gobernantes a los que solo interesa su prosperidad personal. Una excelente manera de distribuir la responsabilidad entre una naturaleza inocente y una población culpable de su propia miseria por permitir gobernantes corruptos. De todo eso hay, sin duda. Pero se habla menos de otras causas que agravan el problema del hambre y que salpican a las naciones ricas.  Jean Ziegler, que fue relator especial de la ONU para el derecho a la alimentación, ha publicado un libro titulado Destrucción masiva, que aporta datos importantes para comprender el problema. El libro es irregular y algo desordenado, pero incluye datos y experiencias de primera mano contadas por una persona que ha intervenido directamente en muchos conflictos relacionados con el hambre.

El precio de los alimentos, sobre todo de aquellos de primera necesidad como el arroz, el trigo y el maíz, han aumentado exponencialmente a partir del 2008 y sobre todo del 2011, casualmente desde que comenzó la crisis. Por ejemplo: en ocho meses los precios del maíz aumentaron un 73%; el trigo aumentó en solo seis meses en distintos países entre el 16% y el 54%; el arroz subió un 46% durante el mismo período en Vietnam. Y así en otras partes. ¿Qué ha sucedido? Ziegler lo explica así: “como consecuencia de la implosión de los mercados financieros, que ellos mismos provocaron, los `tiburones tigre´ más peligrosos y por encima de todos los Hedge Funds estadounidenses, migraron a los mercados de materias primas, especialmente a los mercados agroalimentarios.” Y estos mercados encontraron en la fabricación de biocombustibles uno de los negocios más rentables. Un ejemplo: en Sierra Leona, el país más pobre del mundo, una empresa multinacional (Addax Bioenergy) ha adquirido una concesión de 20.000 hectáreas, ampliables a 57.000,  para fabricar bioetanol destinado al consumo europeo, operación financiada por el Banco Europeo de Inversión y el Banco Africano de Desarrollo. Esta operación implicará expulsar de sus tierras a muchos campesinos que obtenían de ellas arroz, mandioca y legumbres a cambio de unos dudosos puestos de trabajo en la nueva empresa. En cualquier caso, esas tierras ya no producirán alimentos sino combustibles para automóviles que esos campesinos ni conocen. Y, según Ziegler, son incontables los terrenos del tercer mundo que las empresas multinacionales han comprado para sustituir la producción de alimentos por el cultivo de plantas destinadas a fabricar biocombustibles. Es evidente que resulta más rentable alimentar automóviles que seres humanos.

Y no es solo eso. Los apóstoles del libre mercado callan ante las subvenciones de que disfruta la agricultura europea y que impiden a los agricultores de países pobres ofrecer sus productos a occidente a precios competitivos. Tampoco se habla de las llamadas compras de terrenos y cosechas a futuro que realizan los fondos de inversión, adquiriéndolas por anticipado para ofrecer los productos cuando los precios hayan subido. Hasta el senado estadounidense mostró su preocupación por una “especulación excesiva” en los mercados del trigo ya que algunos traders poseen hasta 53.000 contratos al mismo tiempo. Mientras tanto, muchas subvenciones públicas de países ricos se entregan a dudosos gobiernos  o intermediarios sin tomarse el trabajo de gestionar y verificar su empleo, con el único objetivo de mejorar las estadísticas de ayuda al subdesarrollo.

Hay que reconocer que las propuestas represivas tienen mayores posibilidades de ser aplicadas que la única solución razonable a este problema, que se interna en el resbaladizo terreno de la utopía: conseguir que los inmigrantes puedan vivir en sus países. Aunque estamos en la primera época histórica en que este objetivo sería técnicamente posible, para ello sería necesario el empleo de un recurso mucho más escaso que los fondos necesarios: la voluntad política de hacerlo. Si bien es verdad que las condiciones climáticas y la existencia de gobiernos corruptos es una de las causas del hambre, también lo es que la especulación de empresas multinacionales de los países ricos están agravando el problema sin que occidente intente siquiera reaccionar. Y no es verdad que los países ricos carezcan de competencias en este problema: los fondos de inversión no pagan impuestos en sus transacciones, los paraísos fiscales donde operan están incluso dentro de la Unión Europea, los bancos con los que trabajan están bajo la autoridad de los gobiernos, la desregulación de las finanzas es escandalosa. Y mientras cuando estalló la crisis salieron de debajo de las piedras ingentes cantidades de dinero para salvar al sector financiero, nada parecido se ha hecho ante un problema mucho más grave: la muerte por hambre de decenas de millones de personas al año. Todo ello sin entrar en el tema de las consecuencias de las antiguas políticas coloniales, de cuyos efectos, que aún perduran, las naciones europeas tienen alguna responsabilidad, aunque no pueda hablarse ya de culpa.

Se pueden seguir inventando métodos para evitar la llegada de inmigrantes: no servirán para evitar su entrada sino solo para provocar más daños a algunos de ellos.

Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor
Público.es 

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