Cada día nos enteramos de que
un grupo de inmigrantes, muchas veces numeroso, ha logrado entrar en
España saltando la valla, en precarias pateras o incluso a nado. Sin
contar los que llegan por otras vías menos dramáticas. Quince de estos
inmigrantes murieron por una represión desmedida sin que nadie asuma la
responsabilidad de estos probables homicidios. Mientras tanto, más de
mil esperan en Marruecos, a veces durante más de un año, la oportunidad
de entrar en una España para nosotros inmersa en una profunda crisis
pero que para ellos representa la oportunidad de escapar de una vida
miserable o incluso de conservarla.
Ante esta situación, la
respuesta de España y de toda Europa se limita a idear métodos cada vez
más eficaces para detenerlos o a dirigir sus esfuerzos diplomáticos para
que otros países los empleen. Será inútil: antes que un problema de
seguridad se trata de un problema de física. Hemos sabido que la
frontera que separa España de África es la que muestra una mayor
desigualdad entre la riqueza de ambas partes, quizás con la excepción de
los dos Coreas. Y ello implica una presión semejante a la que se
produce en un laboratorio entre dos líquidos de diferente saturación
separados por una membrana. Como en este caso es imposible una
separación hermética entre ambas partes, el flujo de inmigrantes está
asegurado, aunque los medios represivos consigan algunos éxitos
ocasionales.
Las soluciones que propone la
derecha, además de indignas son inútiles: desde el aumento de los
efectivos policiales hasta defender el uso de armas antidisturbios,
pasando por la eliminación de cualquier garantía jurídica aplicable a
los inmigrantes. Desde luego que no todos los inmigrantes que tratan de
entrar en España sufren hambre, pero sí la sufren millones (unos 850
millones) de personas de los países de donde vienen. Y no se trata del
hambre que podemos conocer nosotros sino de aquella que obliga a dejar
de alimentar a los niños más débiles para asegurar la supervivencia de
los más sanos o la que provoca una retracción de los tejidos hasta dejar
los huesos al descubierto. Y a una persona en esta situación o a los
hijos más fuertes que deciden escapar de ese infierno para ayudar a su
familia será inútil amenazarlos con concertinas o pelotas de goma.
Muchos de ellos han visto morir a compañeros suyos y vuelven a
intentarlo una y otra vez.
Pero los argumentos que apelan
a sentimientos humanitarios no bastan. Porque si nos quedamos en ellos
la respuesta se limita a organizar ayudas puntuales para paliar las
consecuencias de esta situación, distribuyendo alimentos, tratamientos
médicos y campamentos de refugiados. Actividades indispensables, por
supuesto: no se trata de desvalorizar el trabajo en ocasiones heroico de
tantas ONG que han logrado salvar muchas más vidas que quienes nos
limitamos a escribir sobre el problema. El argumento falaz de quienes
sostienen que la ayuda humanitaria es negativa porque sustituye
obligaciones de los Estados pierde de vista que sin esa ayuda
enfermarían y morirían muchas más personas mientras los Estados
seguirían sin cumplir con su obligación. Sin embargo, estas ayudas nunca
podrán sustituir la acción política que exige intervenir en el origen
de la miseria, para lo cual es necesario comprender las complejas causas
del hambre.
Una explicación habitual
atribuye esas causas a los fenómenos naturales como las sequías, la
desertización y también a la corrupción de gobernantes a los que solo
interesa su prosperidad personal. Una excelente manera de distribuir la
responsabilidad entre una naturaleza inocente y una población culpable
de su propia miseria por permitir gobernantes corruptos. De todo eso
hay, sin duda. Pero se habla menos de otras causas que agravan el
problema del hambre y que salpican a las naciones ricas. Jean Ziegler,
que fue relator especial de la ONU para el derecho a la alimentación, ha
publicado un libro titulado Destrucción masiva, que aporta datos
importantes para comprender el problema. El libro es irregular y algo
desordenado, pero incluye datos y experiencias de primera mano contadas
por una persona que ha intervenido directamente en muchos conflictos
relacionados con el hambre.
El precio de los alimentos,
sobre todo de aquellos de primera necesidad como el arroz, el trigo y el
maíz, han aumentado exponencialmente a partir del 2008 y sobre todo del
2011, casualmente desde que comenzó la crisis. Por ejemplo: en ocho
meses los precios del maíz aumentaron un 73%; el trigo aumentó en solo
seis meses en distintos países entre el 16% y el 54%; el arroz subió un
46% durante el mismo período en Vietnam. Y así en otras partes. ¿Qué ha
sucedido? Ziegler lo explica así: “como consecuencia de la implosión de
los mercados financieros, que ellos mismos provocaron, los `tiburones
tigre´ más peligrosos y por encima de todos los Hedge Funds estadounidenses,
migraron a los mercados de materias primas, especialmente a los
mercados agroalimentarios.” Y estos mercados encontraron en la
fabricación de biocombustibles uno de los negocios más rentables. Un
ejemplo: en Sierra Leona, el país más pobre del mundo, una empresa
multinacional (Addax Bioenergy) ha adquirido una concesión de 20.000
hectáreas, ampliables a 57.000, para fabricar bioetanol destinado al
consumo europeo, operación financiada por el Banco Europeo de Inversión y
el Banco Africano de Desarrollo. Esta operación implicará expulsar de
sus tierras a muchos campesinos que obtenían de ellas arroz, mandioca y
legumbres a cambio de unos dudosos puestos de trabajo en la nueva
empresa. En cualquier caso, esas tierras ya no producirán alimentos sino
combustibles para automóviles que esos campesinos ni conocen. Y, según
Ziegler, son incontables los terrenos del tercer mundo que las empresas
multinacionales han comprado para sustituir la producción de alimentos
por el cultivo de plantas destinadas a fabricar biocombustibles. Es
evidente que resulta más rentable alimentar automóviles que seres
humanos.
Y no es solo eso. Los
apóstoles del libre mercado callan ante las subvenciones de que disfruta
la agricultura europea y que impiden a los agricultores de países
pobres ofrecer sus productos a occidente a precios competitivos. Tampoco
se habla de las llamadas compras de terrenos y cosechas a futuro
que realizan los fondos de inversión, adquiriéndolas por anticipado
para ofrecer los productos cuando los precios hayan subido. Hasta el
senado estadounidense mostró su preocupación por una “especulación
excesiva” en los mercados del trigo ya que algunos traders poseen
hasta 53.000 contratos al mismo tiempo. Mientras tanto, muchas
subvenciones públicas de países ricos se entregan a dudosos gobiernos o
intermediarios sin tomarse el trabajo de gestionar y verificar su
empleo, con el único objetivo de mejorar las estadísticas de ayuda al
subdesarrollo.
Hay que reconocer que las
propuestas represivas tienen mayores posibilidades de ser aplicadas que
la única solución razonable a este problema, que se interna en el
resbaladizo terreno de la utopía: conseguir que los inmigrantes puedan
vivir en sus países. Aunque estamos en la primera época histórica en que
este objetivo sería técnicamente posible, para ello sería necesario el
empleo de un recurso mucho más escaso que los fondos necesarios: la
voluntad política de hacerlo. Si bien es verdad que las condiciones
climáticas y la existencia de gobiernos corruptos es una de las causas
del hambre, también lo es que la especulación de empresas
multinacionales de los países ricos están agravando el problema sin que
occidente intente siquiera reaccionar. Y no es verdad que los países
ricos carezcan de competencias en este problema: los fondos de inversión
no pagan impuestos en sus transacciones, los paraísos fiscales donde
operan están incluso dentro de la Unión Europea, los bancos con los que
trabajan están bajo la autoridad de los gobiernos, la desregulación de
las finanzas es escandalosa. Y mientras cuando estalló la crisis
salieron de debajo de las piedras ingentes cantidades de dinero para
salvar al sector financiero, nada parecido se ha hecho ante un problema
mucho más grave: la muerte por hambre de decenas de millones de personas
al año. Todo ello sin entrar en el tema de las consecuencias de las
antiguas políticas coloniales, de cuyos efectos, que aún perduran, las
naciones europeas tienen alguna responsabilidad, aunque no pueda
hablarse ya de culpa.
Se pueden seguir inventando
métodos para evitar la llegada de inmigrantes: no servirán para evitar
su entrada sino solo para provocar más daños a algunos de ellos.
Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor
Filósofo y escritor
Público.es
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