Las cinco enfermedades
más comunes en México están ligadas a la producción y consumo de
alimentos provenientes de la cadena agroalimentaria industrial:
diabetes, hipertensión, obesidad, cáncer, enfermedades cardiovasculares.
Algunas totalmente, otras parcialmente, ninguna está desligada. Esto se
traduce en mala calidad de vida y tragedias personales, pero además en
altos gastos de atención médica y del presupuesto de salud pública, un
enorme subsidio oculto para las transnacionales que dominan la cadena
agroindustrial, desde las semillas al procesado de alimentos y venta en
supermercados. Más razones para cuestionar ese modelo de producción y
consumo de alimentos.
En artículos anteriores referí cómo el sistema alimentario
agroindustrial solamente alimenta a 30 por ciento de la población
mundial, pero sus graves impactos en salud, cambio climático, uso de
energía, combustibles fósiles, agua y contaminación son globales.
En contraste, la diversidad de sistemas alimentarios campesinos y de
pequeña escala son los que alimentan a 70 por ciento de la población
mundial: 60-70 por ciento de esa cifra lo aportan parcelas agrícolas
pequeñas, las huertas urbanas el 15-20 por ciento, la pesca 5-10 por
ciento y la caza y recolección silvestre 10-15 por ciento. (Ver ¿Quién
nos alimentará? La Jornada, 21/9/13 y www.etcgroup.org). Agrego ahora datos complementarios, de la misma fuente.
En términos de producción por hectárea, un cultivo híbrido produce
más que una variedad campesina, pero para ello requiere la siembra en
monocultivo, en extensos terrenos planos e irrigados, con gran cantidad
de fertilizantes y alto uso de agrotóxicos (plaguicidas, herbicidas,
funguicidas). Todo ello disminuye la cantidad de nutrientes que
contienen por kilogramo. Los cultivos campesinos, por el desplazamiento
histórico que han sufrido, ocurren mayoritariamente en terrenos
desiguales, en laderas y tierras pedregosas, sin riego. Si comparamos
aisladamente la producción de un cultivo campesino con el mismo híbrido
industrial, la producción por hectárea es menor. Sin embargo, los
campesinos siembran, por necesidad y conocimiento, una diversidad de
cultivos simultáneamente, varios del mismo cultivo con diferentes
características, para diferentes usos y para soportar distintas
condiciones, además de cultivos diferentes que se apoyan entre sí (se
aportan fertilidad, protegen de insectos) y como usan poco o nada de
agrotóxicos, crecen a su alrededor una variedad de hierbas comestibles y
medicinales. Siempre que pueden, los campesinos combinan también con
algún animal doméstico o peces. Todo sumado, el volumen de producción
por hectárea de las parcelas campesinas es mayor que el de los
monocultivos industriales, además de que resisten mucho mejor los
cambios del clima y su calidad y valor nutritivo es mucho mayor.
De lo cosechado en la agricultura industrial, más de la mitad
va para forrajes de ganado en cría a gran escala y confinada (cerdos,
pollos, vacas). Virtualmente toda la soya y maíz transgénico que se
produce en el mundo –y también la que quieren plantar en México– no se
destina a alimentación humana sino a forrajes para cría animal
industrial, dominada también por trasnacionales y cuyo sobreconsumo es
otro factor causante de las enfermedades principales.
De los fertilizantes sintéticos usados en la agricultura industrial,
la mayoría es justamente para producir forrajes, y la mitad que se
aplica no llega a las plantas por problemas técnicos. A su vez, el
escurrimiento de fertilizantes es factor fundamental de contaminación de
aguas y de gases de efecto invernadero.
Adicionalmente, en la cadena industrial se desperdicia de 33 a 40 por
ciento de los alimentos durante la producción, transporte,
procesamiento y en hogares. Otro 25 por ciento se pierde en
sobreconsumo, produciendo obesidad, entre otras cosas por la adicción
que provoca la cantidad de sal, azúcar y químicos agregados.
En Norteamérica y Europa el desperdicio de alimentos per cápita
es de 95 a 115 kilogramos por año, mientras que en África subsahariana y
sudeste de Asia (con mayoría de agricultura campesina), es de 6 a 11
kilogramos per cápita, 10 veces menor.
Ante el desperdicio y la gravedad de los problemas de salud y
ambientales que provoca la cadena industrial de alimentos, urge
replantearse políticas que la desalienten y estimulen en su lugar la
producción diversificada, sin químicos, con semillas propias y en
pequeña escala, que además es la base de trabajo y sustento de más de 80
por ciento de los agricultores del país. En el extremo opuesto está la
producción industrial con transgénicos, que exacerba todos los problemas
mencionados, y además, al estar en manos de cinco trasnacionales es una
entrega de soberanía nacional. La siembra de soya transgénica ya está
amenazando de muerte a los apicultores, tercer rubro de exportación
nacional, que provee sustento a más de 40 mil familias campesinas. Las
solicitudes de siembra comercial de maíz transgénico en millones de
hectáreas, amenazan eliminar otros miles de familias campesinas y
contaminar el patrimonio genético más importante del país.
Por si estos datos no fueran suficientes, los eventos climáticos
extremos que ha sufrido el país –con daños exacerbados por políticas que
aumentan la vulnerabilidad–, están directamente vinculados a ese
sistema alimentario agroindustrial, que es una de las causas principales
del cambio climático.
Silvia Ribeiro
La Jornada
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