Que pocas corporaciones
globales y fondos capitalistas estén sistemáticamente pertrechando
crímenes ecológicos y sociales en todo el mundo –en forma de explotación
de minas a cielo abierto, expulsando pueblos de sus moradas,
privatizando zonas marítimas o acaparando las semillas– sólo se explica
por una perfecta arquitectura de impunidad construida con la complicidad
de gobiernos neoliberales, que, como un sastre particular, tallan a su
medida legislaciones que les protege y favorece. Por si tales mecanismos
no fueran suficientes, las propias empresas se acicalan con maquillajes
color verde solidario en tiernos espots publicitarios donde explican su
compromiso con el planeta y la humanidad.
Bajo esta farsa –insitucionalizada con el apelativo de
Responsabilidad Social Corporativa (RSC)– encontramos al BBVA, Unión
Fenosa, Repsol o Iberdrola, qué más da, presumiendo de lo que no son:
empresas comprometidas con la calidad de vida de las personas, con el
cuidado del medio ambiente, o una empresa que escucha a la gente.
El mecanismo siempre es parecido. Primero se comete el delito,
explotar mano de obra o expoliar recursos naturales. A continuación,
como es lógico, llegan las denuncias, los reclamos, la lucha y se deja
en evidencia a tales corporaciones, y entonces, éstas contratacan con
directores de marketing en las cocinas que le dan la vuelta a
la tortilla. Nuestros negocios –dicen entre fogones– favorecerán el
desarrollo de la zona. Y finalmente llegamos a la fase más perversa,
cuando instituciones internacionales gubernamentales y no
gubernamentales
avalan y promocionanel elegante vestido de la prestigiosa marca RSC.
En este punto nos encontramos ahora, cuando el ya bien conocido y
denunciado fenómeno de acaparamiento de tierras está encontrando en el
Banco Mundial, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y
la Alimentación (FAO) y en algunas ONG una inverosímil legitimidad bajo
el eufemismo de inversión agrícola responsable. Fíjense en la
trampa semántica, es la clave. Cuando el hacerse con tierras campesinas
–se calcula que al menos 80 millones de hectáreas en todo el mundo han
pasado al control de grandes corporaciones, fondos de inversión e
incluso gobiernos extranjeros, generando enormes desplazamientos de
personas que pierden sus raíces y su sustento– cambia de nombre, y ya no
es acaparamiento, sino inversión, rápidamente se justifica tremenda
injusticia. Eso es lo que hay detrás de nuevos protocolos y regulaciones
voluntarias que estas instituciones proponen para descatalogar lo que
son injustos e inaceptables acaparamientos y colocarlos en la categoría
siempre bien vista de
inversionesy sus supuestas bondades.
Los argumentos que defienden este tipo de regulación dicen que permite diferenciar entre
negocios hechos con buenas intenciones, que generan empleo y economía, de los claramente acaparamientos y todos sus estigmas, algo muy parecido a quienes justificaban la esclavitud porque había buenos amos que mucho cuidaban del bienestar de sus siervos. Pero, como dice GRAIN:
La esclavitud no se regula, se declara ilegal. De la misma manera, cualquier enfoque serio para luchar contra el hambre y la pobreza requiere garantizar a los pueblos el control sobre sus tierras y territorios, no directrices y reglas sobre qué puedan hacer las corporaciones y los inversionistas extranjeros para trabajar para sí mismos. Lo que necesitamos no es inversión responsable en tierras agrícolas, sino restitución. Por esto queremos decir que en vez de tratar de hacer funcionar esta nueva tendencia de financializar la tierra agrícola, se necesita detener estos negocios y revertirlos, restituyendo las tierras a las comunidades que vivían de ellas.
En esta línea también se han pronunciado los movimientos sociales de
América Latina y el Caribe (entre ellos CLOC-La Vía Campesina y el
MAELA) reunidos el pasado 7 y 8 de agosto en Bogotá, Colombia, en una
consulta continental para discutir sobre el concepto de inversión agrícola responsable.
Allí afirmaron que se deben rechazar cualquier medida que siga
promoviendo o justificando el crecimiento de la agricultura industrial y
agroexportadora, como la que se desarrolla en los acaparamientos de
tierra. Y que, en cambio, se necesita fortalecer, en todo el mundo, el
enfoque de la soberanía alimentaria, basada en una agricultura
gestionada por las propias comunidades, de pequeña escala y para los
mercados locales.
De acuerdo, los acaparamientos no se regulan se declaran ilegales.
Gustavo Duch Guillot
*Coordinador de la revista Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas
La Jornada
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