Desde América Latina observamos con preocupación los derroteros que
va tomando la crisis económica y política europea, y estamos
esperanzados en las respuestas que van dando, y seguramente darán, los
diversos pueblos con la convicción de que el futuro de los de abajo de
ambos continentes tendrá mucho en común.
En diferentes periodos
históricos (durante la década de 1990 en América del Sur, luego de 2008
en Europa), el capital financiero lanzó brutales y miserables ofensivas
para arrebatar a los de abajo conquistas históricas, empujando a los
sectores populares a situaciones de sobrevivencia en condiciones de
dominación. Es necesario considerar que esto no es un desvío ni un error
del sistema, sino el modo cada vez más habitual en que el capital se
comporta en esta etapa de decadencia, que será prolongada, porque busca
arrastrarnos a todos a la ruina para alargar su agonía.
Los
pueblos sudamericanos hemos conseguido plantarle cara al modelo
neoliberal. Aunque no conseguimos derrotarlo completamente, fue posible
por lo menos deslegitimar sus aristas privatizadoras y crear una nueva
relación de fuerzas que nos permite mirar el futuro con mayor esperanza.
Lo que sigue son apenas apuntes y reflexiones sobre cómo fue posible
dar aquellos pasos, sin la menor pretensión de indicar o sugerir lo que
los demás deben hacer.
El tiempo es la primera dimensión a tener
en cuenta. La resistencia contra el modelo demandó un largo periodo para
poder comprender lo que estaba sucediendo y, sobre todo, para adecuar
las fuerzas sociales a la nueva realidad. Muchas de las viejas formas de
lucha se revelaron inadecuadas o insuficientes a la hora de enfrentar
los nuevos desafíos. Pero esa dimensión temporal requiere no sólo
miradas hacia delante, que nos permitan imaginar cómo avanzar, sino
también mirar hacia atrás para recuperar las mejores tradiciones que,
naturalmente, no pueden ser reproducidas sin más.
La segunda
cuestión es que el capital es insaciable e incontenible. Nunca se da por
satisfecho y siempre quiere más. No se conformará con ese brutal 30 por
ciento que arrancó a los salarios de los funcionarios griegos. La
rapiña es su modo de ser y no entiende otro lenguaje. No tiene freno y
sólo entiende el lenguaje de la fuerza: tanto la que utiliza para
imponer sus deseos como la que es capaz de hacerlo retroceder.
En
la experiencia sudamericana, fue la irrupción de la gente en los
espacios públicos lo que forzó un cambio, ya que deslegitimó a las
autoridades que defendían el modelo. Pero hay algo más. No sólo se
consiguió la caída sucesiva de gobiernos, sino el derrumbe del viejo
sistema político. En Ecuador, en Bolivia, en Venezuela y en Perú las
fuerzas políticas que alcanzaron el gobierno no existían dos décadas
atrás. En otros países de la región fuerzas que nunca habían gobernado
ocuparon los palacios presidenciales.
En lo relativo a la
revuelta, que de eso se trata, conviene hacer algunas matizaciones. No
se trató sólo de hechos puntuales, por importantes que fueran, sino de
procesos. El caracazo de 1989, respuesta a un paquete de ajuste
estructural, fue la primera gran revuelta anti neoliberal. Luego hubo
decenas de sucesos similares hasta la segunda guerra del gas en Bolivia,
en 2005. Pero esos grandes hechos se inscribieron en ciclos de luchas
relativamente prolongados que consiguieron introducir un palo en la
rueda de la gobernabilidad neoliberal, anclada en el autoritarismo y la
represión.
Como hacía notar un jornalero días atrás en Écija
(Sevilla), no habrá cambios sin que la gente se lance a la calle, ya que
sólo en el espacio público es posible descarrilar el modelo. No se
trata de un capricho de revoltosos, sino de algo mucho más profundo: la
gobernabilidad neoliberal exige orden para lubricar la acumulación que
fue bloqueada impidiendo la circulación de mercancías. No es un orden
para el Estado, como el de las dictaduras, sino un orden para el
capital, que es lo que caracteriza a las democracias electorales.
Por
eso cada vez que se sienten con el agua al cuello, como los patéticos
gobernantes griegos, tan parecidos a los Menem y los Fujimori, sólo
atinan a llamar a elecciones para renovar su imposible legitimidad. En
el caso sudamericano sucedieron dos hechos: en algunas consultas
electorales se registró una avalancha de votos blancos y nulos, sobre
todo allí donde quienes podían ganar representaban más de lo mismo. En
otros casos, cuando la gobernabilidad quedaba hecha trizas y los
defensores del modelo se batían en retirada, aparecieron nuevas
configuraciones políticas para sustituir a las viejas dirigencias.
Este
es uno de los aspectos más controvertidos. Es evidente que no alcanza
con llevar a palacio a políticos diferentes, aunque hayan nacido abajo.
Pero no debemos dar por sentado que los partidos y fuerzas políticas
históricas (socialistas y comunistas, pero también anarquistas) serán
quienes resolverán esta crisis luego de que las derechas sean barridas
del poder. No es esa, por lo menos, la configuración política
posneoliberal en Sudamérica.
El punto nodal está en otra parte.
Si los de abajo, organizados en movimientos, han sido capaces de
construir espacios e imaginarios suficientemente potentes, el ciclo de
luchas no se termina con el recambio gubernamental, incluso cuando
ocupan los sillones personas que provienen de esos movimientos. Como los
cambios no dependen de personas, sino de relaciones de fuerza, el papel
de los movimientos es decisivo tanto en la dispersión del modelo como
en la recomposición de algo diferente.
En todo caso, la vida nos
seguirá dando sorpresas. Esto recién empieza y el 15M aún no cumplió su
primer año. No sería nada extraño, observando la rapidez de los hechos,
que los de abajo nos sorprendan una vez más, como sucedió en 1936 en
España, cuando se lanzaron a las calles para frenar el golpe de Estado
de Franco, escribiendo una de las más bellas páginas de la historia
popular. La historia nunca se repite, pero deja enseñanzas que no
deberíamos desestimar.
Raúl Zibechi
La Jornada
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