La reciente cumbre del G8 en Deauville, Francia, ha ofrecido pocas novedades. Sus protagonistas se han ceñido fielmente al guión repetitivo de todos sus encuentros previos: retórica democrática y humanitaria vacía de contenido, por un lado, y profundización de las políticas neoliberales, por el otro.
La fidelidad a un guión invariable no ha podido disimular, sin embargo, el debilitamiento progresivo del G8. Su pérdida de protagonismo como instrumento para gestionar el orden mundial en beneficio del G20 es ya incuestionable, como resultado de las reconfiguraciones de la geopolítica y la economía global, el declive de Estados Unidos y la Unión Europea y el ascenso de los países emergentes.
La agenda de Deauville ha estado marcada en particular por las revueltas del mundo árabe, cuyo desarrollo desestabiliza los cimientos de la economía del petróleo y debilita enormemente los mecanismos de dominación imperialistas de la región. El objetivo del G8 no es otro que intentar encauzar los procesos en curso en la dirección menos perjudicial para los intereses occidentales y recuperar la iniciativa a través de la intervención en Libia. En medio de grandes proclamas acerca de su “compromiso para defender las reformas democráticas en todo el mundo y responder a las aspiraciones de libertad” y del anuncio de ayudas económicas de 40.000 millones de dólares, el llamado “compromiso de Deauville” persigue mantener la continuidad de las políticas neoliberales, de los planes de austeridad y del papel del Fondo Monetario Internacional en la región, el impacto social de cuyas recetas es de sobras conocido.
Bajo el shock del accidente de Fukushima, el G8 ha tenido también en su agenda la cuestión nuclear. Detrás de la retórica sobre “promover los niveles más altos de seguridad nuclear en todo el mundo”, y de aumentar la cooperación internacional para reforzar “la cultura de la seguridad en todo el planeta y mejorar la transparencia”, subsiste la firme voluntad de no perjudicar los intereses del lobby nuclear, cuyos planes para relanzar la energía nuclear como alternativa a la crisis del petróleo se han ido al traste tras el accidente japonés. La verborrea sobre la seguridad nuclear esconde, como señala el sociólogo Michael Löwy, que dicha industria “trae la catástrofe como la nube la tormenta”.
En paralelo, a pesar de que la declaración final de la cumbre afirma que “afrontar el cambio climático es una prioridad global”, el G8, siguiendo la estela de las reuniones del COP15 y 16 en Copenhague y Cancún, avala una política de “ecoretoques” cosméticos que rechaza adoptar medidas que incidan en el corazón del actual modelo de producción, distribución y consumo.
El debate sobre internet ha sido otro de los temas estrella en Deauville. Y, de nuevo, el divorcio entre retórica y realidad salta a la vista. La defensa de “internet como instrumento de promoción de los derechos humanos y de la participación democrática en el mundo entero” suena a proclama vacía de contenido a la luz de las políticas concretas impulsadas por los miembros del G8 acerca de la red. La reunión previa a la cumbre entre los jefes de Estado con los gigantes empresariales del sector, el llamado eG8, escenifica la alianza entre gobiernos e intereses privados. Garantizar la red como un espacio libre para la difusión de conocimientos no pasa precisamente por ahí, como bien saben los ciberactivistas.
Aunque no figurara en la agenda oficial, la llegada al viejo continente de los vientos que han electrizado al mundo árabe los últimos meses ha recorrido, también, la cumbre de Deauville. Quizá desde su atalaya, para los líderes del G8, las acampadas en Sol o Plaza Catalunya aún parecen poco significativas, pero sin duda alguna son bien conscientes de la amenaza de que prenda la mecha de la contestación social en una Europa golpeada por los planes de austeridad. Miles de personas se movilizaban en Grecia durante los días de la cumbre, continuando la larga serie de protestas que sacuden al país desde hace meses, pero importando el modelo de ocupación de plazas y acampadas del movimiento en el Estado español. Justo un par de días después del fin del cónclave, varios miles de personas intentaban ocupar y acampar en la plaza de la Bastilla en París. Algo se mueve por abajo.
La “rebelión de los indignados” en el Estado español es la punta del iceberg de un malestar social acumulado que empieza a transformarse en movilización. Una primera sacudida social hacia una previsible nueva oleada de movilizaciones. Lejos de ser un movimiento circunscrito a nuestro país, las crecientes muestras de solidaridad internacional y de intentos de emulación en otros lugares indican que podemos estar ante el inicio de una nueva fase internacional de radicalización y movilización contra las medidas de ajuste. En la memoria de los miembros del G8 debe estar aún el ascenso fulgurante del movimiento antiglobalización hace una década que puso en jaque a las instituciones internacionales. Deauville ha tenido lugar, precisamente, pocos meses antes del décimo aniversario de la histórica cumbre del G8 en Génova, escenario entonces de fuertes movilizaciones que marcaron el momento de máximo apogeo de la contestación social a este antidemocrático club de países ricos.
Al igual que entonces, el gran reto del presente es internacionalizar el renacimiento de la contestación social y coordinar las múltiples voces de la indignación.
*Josep Maria Antentas es profesor de Sociología de la UAB. Esther Vivas es miembro del Centre d’Estudis sobre Moviments Socials (CEMS) de la UPF.
**Artículo publicado en Público, 06/06/2011.
+info: http://esthervivas.wordpress.com
Fuente: Público
La fidelidad a un guión invariable no ha podido disimular, sin embargo, el debilitamiento progresivo del G8. Su pérdida de protagonismo como instrumento para gestionar el orden mundial en beneficio del G20 es ya incuestionable, como resultado de las reconfiguraciones de la geopolítica y la economía global, el declive de Estados Unidos y la Unión Europea y el ascenso de los países emergentes.
La agenda de Deauville ha estado marcada en particular por las revueltas del mundo árabe, cuyo desarrollo desestabiliza los cimientos de la economía del petróleo y debilita enormemente los mecanismos de dominación imperialistas de la región. El objetivo del G8 no es otro que intentar encauzar los procesos en curso en la dirección menos perjudicial para los intereses occidentales y recuperar la iniciativa a través de la intervención en Libia. En medio de grandes proclamas acerca de su “compromiso para defender las reformas democráticas en todo el mundo y responder a las aspiraciones de libertad” y del anuncio de ayudas económicas de 40.000 millones de dólares, el llamado “compromiso de Deauville” persigue mantener la continuidad de las políticas neoliberales, de los planes de austeridad y del papel del Fondo Monetario Internacional en la región, el impacto social de cuyas recetas es de sobras conocido.
Bajo el shock del accidente de Fukushima, el G8 ha tenido también en su agenda la cuestión nuclear. Detrás de la retórica sobre “promover los niveles más altos de seguridad nuclear en todo el mundo”, y de aumentar la cooperación internacional para reforzar “la cultura de la seguridad en todo el planeta y mejorar la transparencia”, subsiste la firme voluntad de no perjudicar los intereses del lobby nuclear, cuyos planes para relanzar la energía nuclear como alternativa a la crisis del petróleo se han ido al traste tras el accidente japonés. La verborrea sobre la seguridad nuclear esconde, como señala el sociólogo Michael Löwy, que dicha industria “trae la catástrofe como la nube la tormenta”.
En paralelo, a pesar de que la declaración final de la cumbre afirma que “afrontar el cambio climático es una prioridad global”, el G8, siguiendo la estela de las reuniones del COP15 y 16 en Copenhague y Cancún, avala una política de “ecoretoques” cosméticos que rechaza adoptar medidas que incidan en el corazón del actual modelo de producción, distribución y consumo.
El debate sobre internet ha sido otro de los temas estrella en Deauville. Y, de nuevo, el divorcio entre retórica y realidad salta a la vista. La defensa de “internet como instrumento de promoción de los derechos humanos y de la participación democrática en el mundo entero” suena a proclama vacía de contenido a la luz de las políticas concretas impulsadas por los miembros del G8 acerca de la red. La reunión previa a la cumbre entre los jefes de Estado con los gigantes empresariales del sector, el llamado eG8, escenifica la alianza entre gobiernos e intereses privados. Garantizar la red como un espacio libre para la difusión de conocimientos no pasa precisamente por ahí, como bien saben los ciberactivistas.
Aunque no figurara en la agenda oficial, la llegada al viejo continente de los vientos que han electrizado al mundo árabe los últimos meses ha recorrido, también, la cumbre de Deauville. Quizá desde su atalaya, para los líderes del G8, las acampadas en Sol o Plaza Catalunya aún parecen poco significativas, pero sin duda alguna son bien conscientes de la amenaza de que prenda la mecha de la contestación social en una Europa golpeada por los planes de austeridad. Miles de personas se movilizaban en Grecia durante los días de la cumbre, continuando la larga serie de protestas que sacuden al país desde hace meses, pero importando el modelo de ocupación de plazas y acampadas del movimiento en el Estado español. Justo un par de días después del fin del cónclave, varios miles de personas intentaban ocupar y acampar en la plaza de la Bastilla en París. Algo se mueve por abajo.
La “rebelión de los indignados” en el Estado español es la punta del iceberg de un malestar social acumulado que empieza a transformarse en movilización. Una primera sacudida social hacia una previsible nueva oleada de movilizaciones. Lejos de ser un movimiento circunscrito a nuestro país, las crecientes muestras de solidaridad internacional y de intentos de emulación en otros lugares indican que podemos estar ante el inicio de una nueva fase internacional de radicalización y movilización contra las medidas de ajuste. En la memoria de los miembros del G8 debe estar aún el ascenso fulgurante del movimiento antiglobalización hace una década que puso en jaque a las instituciones internacionales. Deauville ha tenido lugar, precisamente, pocos meses antes del décimo aniversario de la histórica cumbre del G8 en Génova, escenario entonces de fuertes movilizaciones que marcaron el momento de máximo apogeo de la contestación social a este antidemocrático club de países ricos.
Al igual que entonces, el gran reto del presente es internacionalizar el renacimiento de la contestación social y coordinar las múltiples voces de la indignación.
*Josep Maria Antentas es profesor de Sociología de la UAB. Esther Vivas es miembro del Centre d’Estudis sobre Moviments Socials (CEMS) de la UPF.
**Artículo publicado en Público, 06/06/2011.
+info: http://esthervivas.wordpress.
Fuente: Público
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