La difusión de un
estudio elaborado por el Comité de Investigación e Información
Independiente sobre Genética de la Universidad de Caen, Francia, en el
que se documenta la aparición de tumores cancerígenos en ratas
alimentadas con una variedad de maíz transgénico producido por la
empresa Monsanto, ha reavivado el debate internacional sobre la
seguridad de consumir y comerciar organismos genéticamente modificados.
Por lo que hace al ámbito económico, es innegable a estas alturas que esos cultivos han fallado como solución para erradicar el hambre y la pobreza de los campesinos en el orbe, como han sostenido sus promotores a lo largo de las pasadas dos décadas. Por el contrario, el desarrollo de esta biotecnología ha contribuido al control oligopólico de la industria agroalimentaria en el mundo, como lo confirma el hecho de que la mayoría de las patentes de transgénicos se encuentran en manos de un puñado de compañías, y que tres de ellas –Syngenta, DuPont-Pioneer y la propia Monsanto– controlan más de 90 por ciento del mercado de esos alimentos.
No es gratuito, en suma, que un número creciente de
productores agrícolas, organizaciones ambientalistas y consumidores en
el planeta rechacen la utilización de este tipo de tecnología, la cual,
pese a ser presentada como la panacea para los rezagos alimentarios,
conlleva muchos más riesgos que ventajas, y cuyo impulso no se explica
sino como consecuencia del vasto poder económico y la capacidad de
presión política de las mencionadas compañías.
Por lo que hace a nuestro país, la publicación del referido estudio
adquiere mayor relevancia a la luz del avance y la consolidación que han
tenido los cultivos de maíz transgénico en el territorio durante los
recientes tres años, luego de que concluyó la moratoria que privaba en
la materia desde hace más de una década. La coyuntura actual debiera
orillar a las autoridades agrícolas del país a reconsiderar la
pertinencia del uso de una tecnología agroindustrial que no sólo implica
riesgos severos a la biodiversidad en México –centro de origen del maíz
y principal consumidor de ese grano en el mundo–, sino que también
representa una amenaza para la economía nacional, para la soberanía
alimentaria y para la salud de la población.
Si lo que se quiere es garantizar en el país el pleno derecho a la
alimentación, lo procedente es impulsar un viraje en el actual modelo de
producción agrícola y promover apoyos gubernamentales al desarrollo
rural y a los pequeños productores, pues al final son éstos, y no las
grandes trasnacionales, los que pueden resolver los problemas de
desabasto de comida y garantizar la autosuficiencia alimentaria en
países como el nuestro. Mantener el rumbo actual en esa materia y
preservar y ampliar los márgenes para los organismos genéticamente
modificados sería, por el contrario, un absurdo y una irresponsabilidad
política monumental.
La Jornada. Editorial
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