Las implicaciones del
cambio climático son mucho más que sólo climáticas. Propician, o
debieran hacerlo, un cambio en la mentalidad occidental, que siendo la
que domina el planeta, impone en las periferias su verdad única: la
ganancia. Hoy todos enfrentamos las consecuencias, incluso los poderes
causantes del trastorno ambiental. Y no obstante, ellos siguen perdiendo
el tiempo, como si quedara mucho antes del previsible incremento de
catástrofes. Su inercia (¿la nuestra?), que se antoja estúpida,
garantiza la parálisis más allá de sus inútiles cumbres.
derecho naturalde nadie. Ese es un cambio de mentalidad, como el que ahora pugna por prevalecer respecto del clima y sus precipitados cambios, no sólo por imperativos morales, sino los más urgentes de sobrevivencia.
No debiera extrañarnos que los beneficiarios de una depredación que ya desequilibró a la naturaleza en su conjunto habiten en naciones capaces de conservar reyes y princesas (salvo el excepcionalismo de Estados Unidos, su producto más acabado). Para colmo, su tiranía económica monopoliza lo que
democraciasignifica, aunque las metrópolis se enfrasquen en discusiones, que bien merecen llamarse bizantinas, sobre los fenómenos que transforman aceleradamente la vida como la conocemos los humanos, y el resto de animales y plantas.
Ciertamente se desarrolla un pensamiento crítico, no sabemos si de suficiente contrapeso. Los lectores de La Jornada estamos familiarizados con las corrientes alternativas gracias a las persistentes colaboraciones de Silvia Ribeiro, Iván Restrepo y la información de reporteros como Angélica Enciso. Pero los que invierten, deciden, imponen, lucran y mandan, piensan de otro modo. Y no por
irracionales. Manipulan diversos racionalismos con el fin de mantener el control, y convencen a sus propias sociedades
avanzadasde que no queda más remedio que seguir así, aún a costa de ciertas libertades democráticas (que serían suspendidas
temporalmente). Los irracionales somos los otros, los de
pensamiento mágico,
populismo,
atraso,
dogmatismo ideológico.
En buena parte de América Latina, vastas poblaciones indígenas y campesinas tratan de vivir diferente. Pero los gobiernos periféricos –el de México es un superlativo ejemplo– sólo obedecen las líneas de arriba (y se llevan su tajadita). No reflexionan por sí mismos, repiten la voz del amo, que a su vez alquila medios, investigadores y legisladores para darse la razón. Si el cuento es
rentar carbono, pues como los loros, y que nos paguen por indultar unos cuántos arbolitos en la Lacandona mientras por allá enmierdan (y por acá salpican) el aire, el suelo y el agua con su nunca limpio mercado.
La agricultura indígena y campesina, según La Vía Campesina,
es la solución que puede enfriar el planeta, pues tiene la capacidad de absorber o prevenir hasta dos tercios de los gases de efecto invernadero que se emiten cada año. Con un
mínimo impacto ambiental, estos pueblos
producen la mitad de los alimentos del mundo, y sin embargo ocupan sólo 20 por ciento de las tierras agrícolas o cultivables a escala mundial. Sin embargo, todo apunta a desaparecerlos.
La inflexión climática es un desafío mayor. No es cosa de salvar unos
osos polares que de cuándo acá nos han importado. Malcolm Bull, autor
del polémico Anti-Nietzche (Verso, 2011) apunta en London Review of Books (24 de mayo):
La ética climática no es moralidad aplicada, sino moralidad descubierta, un capítulo nuevo en la educación moral de la humanidad. Siguiendo la pista de Stephen Gardiner en La tormenta moral perfecta: la tragedia ética del cambio climático (Oxford, 2001), el filósofo británico reseña con irritante racionalismo las
otrasexplicaciones científicas del
inevitablecambio atmosférico, aquellas que eximen al poder humano. Nos recuerda también que en la lógica occidental moderna el mundo pertenece a la generación presente. Las siguientes, que se jodan. El pasado (la Historia) fue generoso (con las oligarquías). El presente lo es. ¿Para qué moverle? El futuro era un invento leninista, y ya ven cómo acabó.
Para Bull, las ciencias climáticas abonan una nueva conciencia de que
nuestras acciones se revierten amplificadas y nos obligan a establecer una conexión moral con sus consecuencias. Nada que no supieran ya los pueblos indígenas: la Tierra no nos pertenece, la tenemos de encargo para los que vienen. El capitalismo piensa al revés: la Tierra es mía, la compro, vendo, perforo, pavimento o enveneno para sacarle jugo. El cambio climático augura nuevas ganancias. Ya lo describía Naomi Klein en La doctrina del shock. Aún con el planeta en riesgo real, los desastres son negocio para alguien más, si lo seguimos permitiendo.
Hermann Bellinghausen
La Jornada
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