El próximo 16 de octubre llegamos a una de esas fechas señaladas desde las Naciones Unidas –el día Mundial de la Alimentación– que este año se presenta con un dato, mejor dicho, con una bofetada escandalosa: 1.020 millones de personas en el mundo sufren hambre y desnutrición. Más que nunca. Coincidiendo con la fecha aparecerán nuevos informes acompañados de recomendaciones y algunas promesas. “Oficialmente” se explicará el incremento de la cifra en 100 millones por la crisis financiera que hizo bajar las donaciones a los países más necesitados y por las condiciones climáticas cada vez más duras. Otros estamentos irán más allá y añadirán que estos niveles de pobreza tan graves son consecuencia de una falta de voluntad política, de un desentenderse de la situación. Pero no, digo yo que no, que todo lo contrario, que es claramente una realidad provocada por una voluntad política de mantener un mundo por encima de otro. De sostener un mundo aplastando los recursos de otros. Ahí están, como novedad en los análisis de este año, la especulación con los precios de los alimentos y la adquisición de tierras de cultivos alimenticios para otros usos, dos atropellos que argumentan mi postura.
Fuente: Público
miércoles, 14 de octubre de 2009
El hambre y los intereses
El hambre no es un negocio que a veces sale bien y otras sale mal. Es la violación de un derecho, del Derecho a la Alimentación.
La crisis alimentaria iniciada en 2007 pareció despertar la preocupación de los estamentos internacionales y algunas iniciativas para afrontar la gobernanza de la alimentación y la agricultura a nivel global han aparecido en escena. Existe consenso en cuanto a la ineficacia de los mecanismos institucionales actuales, pero no respecto a cómo solventarla. Durante estos días se debate sobre las supuestas soluciones. Por un lado tenemos la propuesta del G-8 de crear una nueva “Alianza Global sobre la Agricultura, la Seguridad Alimentaria y la Nutrición”, mientras que algunos gobiernos y colectivos de la sociedad civil abogan por la renovación y el fortalecimiento del Comité de Seguridad Alimentaria Mundial de la FAO (la Agencia de la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas). No es una discusión baladí. Los defensores de las políticas económicas neoliberales defienden un espacio de coordinación donde se otorgue poder de decisión, además de a los gobiernos, al sector privado y a las instituciones financieras internacionales, es decir, a la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Encontrar en la mesa de coordinación a representantes de empresas como Monsanto o Nestlé –por nombrar un par– junto con los actores que han contribuido a la desregularización de la agricultura, no es desde luego aceptable para muchos gobiernos del Sur, que reclaman un papel de liderazgo para la FAO, una institución del sistema de Naciones Unidas, donde cada país tiene un voto de igual valor.
Más allá del espacio de gobernanza, es clave conocer la estrategia a implementar y, otra vez, creo, deberíamos mirar hacia Ginebra –sede de las Naciones Unidas–, desarrollando políticas desde la perspectiva de los derechos humanos y no hacia Washington –sede del Banco Mundial, por ejemplo–, insistiendo en políticas neoliberales. El hambre no es un negocio que a veces sale bien y otras sale mal. Es la violación de un derecho, del Derecho a la Alimentación. Como tal se recoge en el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y se desarrolla en el artículo 11 de la Convención Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Tomar como eje de acción el Derecho a la Alimentación es aceptar que los pueblos y sus poblaciones deben tener acceso permanente a la alimentación. Derecho a alimentarse, es decir, a producir sus alimentos accediendo a los recursos que los hacen posible: tierra, agua y semillas. Si se acepta este enfoque, los estados tienen entonces la obligación de “respetar, proteger y garantizar” el Derecho a la Alimentación desde sus responsabilidades territoriales y extraterritoriales.
Y también supondría un despliegue legislativo que defendiera a tantas personas de la vulneración de su derecho a alimentarse. Al respecto quisiera citar dos ejemplos que ha documentado el Observatorio del Derecho a la Alimentación y la Nutrición. El primero es el caso de la India, que, a pesar de un incremento significativo del PIB, presenta tendencias de aumento de la pobreza. El Gobierno de la India ha promovido el cultivo de agrocombustibles para reducir su dependencia energética y –dicen– incrementar puestos de trabajo agrícolas. Si el Gobierno hubiera seguido las directrices del Derecho a la Alimentación como prioridad frente a intereses de grandes corporaciones como Daimler Chrysler, no se hubieran generado los impactos provocados sobre las poblaciones campesinas locales: sustitución de cultivos de subsistencia, escasez de agua por la alta demanda de los cultivos energéticos, destrucción de tierras y bosques dedicadas al pastoreo y más dificultades para acceder a la madera como combustible.
El segundo ejemplo es el caso de Zambia, donde las producciones de miel y leche generan alimentos, ingresos y empleos a muchas familias, pero su Derecho a la Alimentación se ve vulnerado esta vez por los acuerdos comerciales entre Zambia y la Unión Europea, que llevarán a competir a los productores locales con las grandes corporaciones europeas, fuertemente subsidiadas.
Decía al principio que el hambre no es sólo un problema de negligencia, sino una cadena de intereses a favor de unos pocos. Contra esos intereses debe centrarse cualquier estrategia de lucha contra el hambre. El enfoque desde los derechos ha avanzado en los últimos años. Desde la sociedad civil se elaboraron las Directrices Voluntarias para la Realización del Derecho a la Alimentación que fueron aprobadas en noviembre de 2004 por el Consejo de la FAO. Ahora faltaría que dejaran de ser voluntarias.
Gustavo Duch es ex director de Veterinarios sin Fronteras y colaborador de la Universidad Rural Paulo Freire
http://gustavoduch.wordpress.com/
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