miércoles, 6 de noviembre de 2013

Crecimiento y el código genético del capitalismo

La expansión de plantaciones de palma de aceite (Elaeis guineensis) desde el sudeste asiático hasta inmensas regiones de África es una de las causas más poderosas de destrucción de bosques tropicales en el mundo. Cada año miles de hectáreas de bosque son convertidas a la producción de palma. Biólogos y ecólogos tienen razón en estar preocupados y en clamar por un cambio en este proceso. Pero algo falta en su análisis.
 
Normalmente se proponen cambios en dos vertientes. Por un lado se sugiere la necesidad de detener o aminorar el crecimiento económico, como si se tratara de una manía, una moda o una obsesión. Por el otro, se exhorta a reducir el impacto sobre la biodiversidad a través de mejores prácticas de manejo de recursos, mejores tecnologías o por medio de mayores niveles de reciclaje y manejo de desechos. ¿Será ésta la solución a largo plazo?

Hoy sabemos que ni el cambio tecnológico, ni los diferentes esquemas de regulación y certificación, han frenado la destrucción de biodiversidad. Por ejemplo, en 2001 se estableció un régimen de regulación para la producción de palma de aceite: la Mesa redonda para la palma de aceite sustentable (RSPO) que tenía por objeto fijar lineamientos técnicos para la producción sustentable de palma. Entre las empresas que acordaron seguir estos principios se encuentran Nestlé, Unilever, Cadbury, Cargill y Archer Daniels (empresas responsables de 45 por ciento del comercio mundial de aceite de palma). ¿Qué tanto han cambiado las cosas?

La respuesta: no mucho. Hoy en día la expansión de plantaciones mantiene su vínculo con la deforestación y no sólo concierne los países productores más importantes del sudeste asiático (Indonesia y Malasia), sino que abarca países clave en África (Camerún, Gabón y la República Democrática del Congo). 

Cargill afirma que el crecimiento de su producción de palma de aceite es para alimentar a una población mundial en continuo crecimiento. Pero la realidad es otra: Cargill o Nestlé están en el negocio no para alimentar a nadie, sino para generar ganancias. Y eso nos lleva al tema del crecimiento.

La visión que ve en el crecimiento una especie de obsesión ignora que la expansión de la ley de la mercancía capitalista es consubstancial al capitalismo. Y si algún día la biología molecular descubre el código genético del capital, encontrará la palabra Crecimiento deletreada a todo lo largo de la doble hélice del capitalismo.
Para aclarar esto imaginemos una sociedad en la que los medios de producción pertenecen a toda la sociedad en su conjunto. Aquí los medios de producción serían como una res communis del antiguo derecho romano, una cosa sujeta a un régimen de propiedad común (distinto de una res nullius que no pertenece a nadie). Bajo esas condiciones no habría competencia entre los diferentes componentes de la sociedad porque nadie estaría motivado a invadir la parcela del vecino. En sentido estricto, en este esquema no habría capital, ni asalariados. Habría un mercado, pero no sería un espacio para convertir en ganancias las mercancías vendidas. Las decisiones sobre qué y cuánto producir serían adoptadas colectivamente. El crecimiento estaría impulsado exclusivamente por la expansión demográfica y por las decisiones de la comunidad.

Ahora imaginemos una sociedad en la que los medios de producción están en manos privadas. La situación es radicalmente distinta. La única manera en que este supuesto tiene sentido es si añadimos dos ingredientes adicionales: cada productor produce para el mercado y es necesario que exista una relación social entre asalariados y dueños de los medios de producción. Claro, estamos hablando ya del capitalismo y por la forma en que hemos construido este ejemplo, las decisiones sobre qué y cuánto producir son tomadas por cada propietario individual (de medios de producción). La permanencia en el mercado de cada productor depende del éxito o fracaso en la lucha con otros dueños de medios de producción. La competencia intercapitalista es el motor de crecimiento del sistema. En las palabras de Marx, el capital sólo puede existir como esferas privadas de acumulación. Por eso decimos, el crecimiento está inscrito en el DNA del capitalismo.

Si una esfera privada de acumulación de capital deja de crecer, perderá su mercado y dejará de existir. Es indispensable entender lo anterior para comprender que ni Cargill, ni Shell, ni Nestlé o Toyota pueden abandonar sus planes de expansión sin fin. Si lo hacen, estarían aceptando su desaparición como esferas privadas de acumulación. La destrucción de la cuenca del Congo o de los bosques en Borneo es algo que les tiene sin cuidado, pero no porque sean unos desalmados (aunque en muchos casos sí lo son) sino porque su código genético está marcado por la acumulación. En consecuencia, frenar la destrucción de la biosfera por el capital pasa por transformar radicalmente la forma de organizar la producción y el consumo. ¿Podremos lograrlo antes de que se destruya la biosfera? Tenemos algo de tiempo, pero no mucho.

Alejandro Nadal
La Jornada

sábado, 2 de noviembre de 2013

Imperialismo digital

El espionaje mundial que EE UU perpetra estos últimos años no debe tomarse a la ligera: es una estrategia de una gravedad excepcional, puesto que considera no solo a los adversarios del Estado americano, sino también a sus aliados, como enemigos. El hecho de que este espionaje se extienda —más allá de la tradicional colecta de información sobre datos estratégicos, armamentos, responsables de las principales fuentes del poder y los recursos tecnológicos y económicos— a los ciudadanos, a la vida privada de los jefes de Estado, revela una visión del mundo bien demencial, bien totalitaria.

Demencial si tomamos en serio el discurso del poder estadounidense, que se habría vuelto paranoico como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre y que habría dado carta blanca a los servicios de seguridad para vigilar no solo sus ciudadanos, sino también a todo el planeta. Es decir, la Patriot Act de Bush extendido al mundo entero.

Totalitaria, puesto que el sueño de un poder que lo sabe todo sobre todos, capaz de amenazar y de manipular a cada uno, ha sido siempre el de los Estados despóticos, de los cuales los especímenes más temibles han sido los fascismos en Europa occidental y los estalinismos de los países del Este y en Rusia. Con sus medios tecnológicos ultramodernos, EE UU lleva a cabo este sueño mejor que los Estados dictatoriales del siglo XX. Se han convertido en los representantes de un imperio de tipo nuevo, cuyo objetivo no consiste tanto en ejercer una dominación directa como en proveerse de los medios para paralizar a quienquiera que parezca peligroso; en hacer chantaje a millones de individuos; en provocar conflictos entre naciones o fuerzas económicas; y, por último, en enfrentarse a todo poder que se les oponga en las instancias internacionales.

Es así como Barack Obama ha viajado a Alemania con informaciones confidenciales sobre la señora Merkel; como las líneas del Palacio del Elíseo francés estaban intervenidas antes de que él llegara; como el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero era escuchado con asiduidad; y como los negociadores norteamericanos en el Consejo de Seguridad de la ONU estaban informados en tiempo real sobre las directrices que los representantes de otros países recibían de sus Gobiernos. Y, por si fuera poco, las decenas de millones de escuchas a ciudadanos en todo el mundo.

Lo que sobre todo merece la pena plantear aquí es la pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué semejante obsesión estratégica y política por parte de EE UU?

La respuesta no puede ser psicológica ni, como dice Obama, un simple "error": es histórica y económica. En realidad, el poder desmesurado que EE UU se arroga, junto con las capacidades de espionaje de la NSA, es la consecuencia directa de la situación en la que se encuentra la potencia americana hoy, más de veinte años después del derrumbe de la Unión Soviética: la de un Estado económicamente en crisis, en quiebra en el plano fiscal, que, al mismo tiempo, debe hacer frente al ascenso de potencias emergentes (China, India, Brasil) y al retorno de la potencia alemana al centro del poder mundial.

EE UU busca, a través del control de la información mundial, invertir este ineluctable declive empleando el arma económica central del futuro (tan poderosa como el átomo o el petróleo): la información, ya que la economía mundial del futuro estará cada vez más centrada en torno a grandes potencias como Internet y operadores mundiales como Google, Apple o Microsoft. Y nacerán otras que tendrán poderes coercitivos más grandes aún. Es este desafío histórico el que EE UU quiere afrontar, aunque deba para ello pisotear las leyes más elementales de la democracia. Quien posea la mayor parte del monopolio de la información ostentará el poder mundial. Espiar al mundo entero, hacer un seguimiento preciso del estado de ánimo de las poblaciones, se vuelve un recurso económico de primera importancia en la competencia global. El imperio americano utiliza el saber electrónico moderno para proteger su poder económico ineluctablemente debilitado e intentar invertir esta tendencia. El éxito de esta estrategia dependerá, en primer lugar, del consentimiento pasivo de sus víctimas. Dadas las reacciones pusilánimes, retorcidas y cómplices de la Unión Europea —el Consejo Europeo se negó el 24 y 25 de octubre a tomar una posición firme sobre este tema—, Washington tiene todavía días de gloria por delante.

Sami Nair
El País