viernes, 18 de diciembre de 2009

El conflicto de clases a nivel internacional

La interpretación más generalizada en los forums económicos, financieros y políticos internacionales de lo que ha estado ocurriendo en los últimos treinta años en el mundo ha sido la aparición, a partir de los años ochenta, de la globalización económica, habiéndose establecido un nuevo orden económico internacional en el que se supone que los estados han estado perdiendo poder, siendo substituidos por entidades económicas, llamadas multinacionales, que son las que dominan la actividad económica internacional. Esta supuesta globalización ha sido aplaudida por fórums liberales como el New York Times, el Washington Post, The Economist, The Financial Times, entre otros, que han considerado a la globalización económica como responsable de un gran crecimiento económico, causando un bienestar sin precedentes de las poblaciones, tanto de los países desarrollados como de los subdesarrollados, con una gran reducción de la pobreza mundial. A esta visión celebratoria de la globalización se añade la voz de autores que se autodefinen como marxistas, como Antonio Negri y Michael Hardt, que celebran la desaparición del estado nación, condición –según ellos- de que transcienda el énfasis en el estado, a fin de llegar a una internalización del proyecto de transformación(1).

Frente a esta actitud complaciente y carente de crítica hacia la supuesta globalización, nos encontramos amplios sectores de los mal llamados movimientos antiglobalización, que, a pesar de que lamentan la globalización, coinciden con las voces pro-globalización en su interpretación de lo que ha estado ocurriendo. También creen que los estados han ido desapareciendo, sustituidos por las entidades económicas que llaman multinacionales, que se han convertido en los gestores del sistema capitalista mundial. A diferencia de las voces celebratorias de la globalización, estas voces, concluyen que tal globalización, en lugar de mejorar el bienestar de las poblaciones, lo ha dañando profundamente.

Vemos pues, que ante esta globalización, unos la aplauden, y otros la lamentan. Pero la interpretación de los hechos es semejante, cuando no idéntica. El problema es que ambas voces –las celebratorias y las condenatorias- están equivocadas. Y el colapso del Consenso de Washington y el de Bruselas son prueba de ello. En realidad, los estados no han desparecido. Todo lo contrario, han jugado un papel clave en el desarrollo de las políticas públicas que han determinado la crisis económica y financiera actual. Si miramos los indicadores del tamaño del intervencionismo del estado, vemos que en todos los países de la OCDE, el estado ha crecido tanto en tamaño (el gasto público per cápita ha aumentado en todos ellos desde el año 1980) como en la intensidad de sus intervenciones. El caso más claro de esta situación, ignorada por aquellas voces, fue el de EEUU cuando el Presidente Reagan, supuestamente “el gran liberal”, aumentó sustancialmente durante su mandato el gasto público federal (pasando del 21,6% del PIB al 23%) y los impuestos (fue el Presidente que los aumentó más en tiempos de paz. Disminuyó los impuestos del 20% de la población con renta superior, pero los aumentó para todos los demás) (2).

El estado no disminuyó ni en EEUU ni en los países de la OCDE. Todo lo contrario, aumentó su tamaño y el número de sus intervenciones. Pero más importantes que estos datos son aquellos que muestran que el tipo de gasto y el tipo de intervencionismo del estado cambiaron sustancialmente y ello como consecuencia de aquella categoría olvidada y nunca mencionada (cuando no silenciada) en los medios de información y persuasión dominantes que se llamaba “lucha de clases” y que aparentemente había desaparecido, junto con la supuesta desaparición de las clases sociales. La lucha de clases, sin embargo, continuó con toda intensidad sin que casi apareciera en los medios. En la mayoría de países de la OCDE el estado ha favorecido, a través de sus políticas públicas, a las rentas del capital a costa de las rentas del mundo del trabajo, y ello como consecuencia de una batería de intervenciones públicas que sistemáticamente debilitaron a las clases trabajadoras y a otros sectores de las clases populares de aquellos países. Si analizamos los presupuestos federales de EEUU, podemos ver, por ejemplo, que el gasto dedicado a personas (incluyendo la mayoría de servicios y transferencias públicas del estado del bienestar) pasó de ser el 38% del gasto público total en 1980 al 32% en 2007, mientras que el gasto militar pasó de 41% a un 45% y el gasto de ayuda a las empresas pasó de un 21% a un 23% durante el mismo periodo. Y ello ocurrió en la mayoría de países de la OCDE, como consecuencia de estas y otras políticas públicas. La masa salarial descendió durante el periodo 1980-2006, pasando de representar un 71% de la renta nacional a un 66% en EE.UU., de un 71% a un 64% en la UE-15 y de un 79% a un 64% en Japón. Esta disminución salarial ocurrió a pesar de aumentar el número de trabajadores e independientemente del ciclo económico. Este descenso de las rentas del trabajo determinaron un aumento muy notable del endeudamiento de las familias; la deuda familiar pasó a representar, durante el periodo 1980-2006, del 82% al 135% en EEUU, del 89% al 139% en la UE-15 y del 83% de la renta disponible familiar al 132% en Japón. Este enorme endeudamiento fue posible gracias al gran crecimiento del precio de la vivienda, el aval más importante que tienen las familias para conseguir crédito (sean hipotecas, sean tarjetas de crédito). Cuando tal precio se colapsó, las familias no pudieron conseguir crédito y pagar sus deudas. De ahí el enorme problema de la falta de demanda y falta de la actividad productiva en la economía (3).

Por otra parte, el enorme crecimiento de las rentas del capital y la escasa rentabilidad de las empresas productivas (consecuencia de la baja demanda) hizo que aumentara la inversión en actividades especulativas de las cuales las inmobiliarias eran las más visibles (tal y como ocurrió en EEUU, la Gran Bretaña, Holanda y España) pero no las únicas. Se hizo gran inversión en instrumentos bancarios (altamente especulativos) y en intercambios monetarios (que añadieron gran desestabilización en los mercados financieros), políticas todas ellas no solo permitidas sino promocionadas por los estados. En la mayoría de los estados de la UE, las inversiones productivas como porcentaje de las plusvalías obtenidas en las empresas descendieron, incrementándose en cambio las actividades financieras, la mayoría de carácter especulativo. Fue el triunfo de lo que se ha llamado la financialización de la economía, triunfo que se dio a costa del capital productivo y, sobre todo, a costa de las rentas del trabajo.

La debilidad del mundo del trabajo se acentuó con las políticas monetarias promovidas por la UE a través del Banco Central Europeo que promovió la estabilidad de precios a costa del estímulo económico y de la creación de empleo, causa del crecimiento del desempleo en la UE. El desempleo que había sido menor en EE.UU. que en la mayoría de países de Europa durante el periodo 1950-1980, pasó a ser mayor durante el periodo 1980-2007. Complementando estas políticas monetarias, se estableció el Pacto de Estabilidad que, en la práctica, ha actuado como freno al crecimiento del gasto público y muy en especial del gasto público social, disminuyendo la protección social y la reducción de las desigualdades sociales. A la luz de estos datos, creer que los estados son meros instrumentos de las corporaciones multinacionales –como indican amplios sectores de las izquierdas que abandonaron el análisis de clases en sus planteamientos- es ignorar que el estado sintetiza las relaciones de poder en cada país, dentro de las cuales, la lucha de clases dentro de cada estado continúa siendo de una enorme importancia (4).

Por otra parte, el mayor conflicto hoy en el mundo no es de los países ricos frente a los países pobres. Lo que sí hay son países donde la mayoría de la población es pobre. Pero los países en sí no son pobres. En realidad son ricos de recursos. Países como Bangladesh, que tiene como mayor problema social la malnutrición extendida entre la población, existe suficiente tierra cultivable para alimentar adecuadamente a una población veinte veces superior a la actual. El problema no es carencia de recursos sino la falta de control de aquellos recursos por parte de las clases populares de aquel país. La clase dominante de Bangladesh (centrada en los grandes terratenientes) es la que domina aquellos recursos, junto con las clases dominantes de los países desarrollados que muestran su solidaridad de clase apoyando el mantenimiento de aquel orden. Existe una alianza de las clases dominantes del Norte y las del Sur en contra de los intereses de las clases dominadas de los países del Norte y del Sur.

La articulación de los mal llamados países pobres en este orden internacional, les condena a basar sus economías en las exportaciones (sistema que favorece las clases dominantes del Norte y del Sur) en lugar del consumo doméstico, para lo cual se requerirían unas reformas redistributivas de las rentas en aquellos países opuestas por la alianza de clases dominantes que rigen el mundo. De ahí la urgencia de que se establezcan alianzas de las clases dominantes del Norte y del Sur, el gran reto de las izquierdas hoy en el mundo.

Notas:
(1) Michael Hardt and Antonio Negri. Empire. Ed. Harvard University Press, 2001
(2) Navarro, V. Neoliberalism. Globalization and Inequality. 2007
(3) Navarro, V. “Para entender la crisis. Así empezó todo en Estados Unidos”. Le Monde Diplomatique, 2009
(4) Navarro, V. “ La lucha de clases” . Monthly review, 2008

Artículo publicado en El Viejo Topo.
www.vnavarro.es

lunes, 7 de diciembre de 2009

La Cumbre Climática de Copenhague. Ultimátum a la Tierra

Representantes de todos los países del mundo se reúnen en Copenhague (Dinamarca) del 7 al 18 de diciembre en el marco de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, con el objetivo de evitar que, de aquí a 2050, la temperatura media del planeta aumente en más de dos grados. Si la Tierra fuese un balón de fútbol, el espesor de la atmósfera sería de apenas dos milímetros... Nos hemos olvidado de la increíble estrechez de la capa atmosférica y consideramos que ésta puede absorber sin límites cualquier cantidad de gases nocivos. Resultado: se ha creado, en torno al planeta, un sucio envoltorio gaseoso que captura el calor del sol y funciona como un auténtico invernadero.

El calentamiento del sistema climático es una realidad inequívoca. Unos 2.500 científicos internacionales, miembros del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre la Evolución del Clima (GIEEC) (1), lo han confirmado de modo indiscutible. Su causa principal es la actividad humana que produce un aumento descontrolado de emisiones de gases, sobre todo dióxido de carbono, CO2, producto del consumo de combustibles fósiles: carbón, petróleo, gas natural. La deforestación acrecienta el problema (2).

Desde la Convención del Clima y la Cumbre de Río de Janeiro en 1992, y la firma del Protocolo de Kioto en 1997, las emisiones de CO2 han progresado más que durante los decenios precedentes. Si no se toman medidas urgentes, la temperatura media del planeta aumentará por lo menos en cuatro grados. Lo cual transformará la faz de la Tierra. Los polos y los glaciares se derretirán, el nivel de los océanos se elevará, las aguas inundarán los deltas y las ciudades costeras, archipiélagos enteros serán borrados del mapa, las sequías se intensificarán, la desertificación se extenderá, los huracanes y los tifones se multiplicarán, centenares de especies animales desaparecerán...

Las principales víctimas de esa tragedia climática serán las poblaciones ya vulnerables de África subsahariana, de Asia del sur y del sureste, de América Latina y de los países insulares ecuatoriales. En algunas regiones, las cosechas podrían reducirse en más de la mitad y el déficit de agua potable agravarse, lo que empujará a cientos de millones de "refugiados climáticos" a buscar a toda costa asilo en las zonas menos afectadas... Las "guerras climáticas" proliferarán (3).

Para evitar esa nefasta cascada de calamidades, la colectividad científica internacional recomienda una reducción urgente del 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Único modo de evitar que la situación se vuelva incontrolable.

En esa perspectiva, tres son los temas centrales que se abordan en Copenhague: 1) determinar la responsabilidad histórica de cada Estado en la actual degradación climática, sabiendo que el 80% de las emisiones de CO2 son producidas por los países más desarrollados (que sólo reúnen el 20% de la población mundial), y que los países pobres, los menos responsables del desastre climático, padecen las consecuencias más graves.

2) fijar, en nombre de la justicia climática, una compensación financiera para que aquellos Estados que más han degradado el clima aporten una ayuda significativa a los países del Sur que permita a éstos luchar contra los efectos de la catástrofe climática. Aquí se sitúa uno de los principales desacuerdos: los Estados ricos proponen una suma insuficiente, cuando los países pobres reclaman una justa compensación más elevada.

3) definir con vistas al futuro un calendario vinculante que obligue política y legalmente a los actores planetarios -tanto a los países desarrollados como a las otras potencias (China, Rusia, la India, Indonesia, México, Brasil)- a reducir progresivamente sus emisiones de gases de efecto invernadero. Ni Estados Unidos ni China (los dos principales contaminadores) aceptan esta perspectiva.

Además de esta agenda, un fantasma recorrerá las mesas de discusión de Copenhague: el del necesario cambio de modelo económico. Existe en efecto una grave contradicción entre la lógica del capitalismo (crecimiento ininterrumpido, avidez de ganancias, explotación sin fronteras) y la nueva austeridad indispensable para evitar el cataclismo climático ( léase, p. 32, el artículo de Riccardo Petrella ).

Si el sistema soviético implosionó fue, entre otras razones, porque descansaba sobre un método de producción que valoraba principalmente el beneficio político de las empresas (creaban obreros) y no su coste económico. De igual modo, el sistema capitalista actual únicamente valora el beneficio económico de la producción, y no su coste ecológico. Con tal de obtener un beneficio, no le importa que un producto tenga que recorrer miles de kilómetros, con la emisión de toneladas de CO2 que eso supone, antes de llegar a las manos del consumidor. Aunque ello ponga en peligro, a fin de cuentas, a toda la humanidad.

Por otra parte, es un sistema despilfarrador que agota los recursos del planeta. Actualmente la Tierra ya es incapaz de regenerar un 30% de lo que cada año consumen sus habitantes. Y demográficamente éstos no cesan de crecer. Somos ya 6.800 millones, y en 2050 seremos 9.150 millones... Lo que complica el problema. Porque no hay recursos para todos. Si cada habitante consumiese como un estadounidense se necesitarían los recursos de tres planetas. Si consumiese como un europeo, los de dos planetas... Cuando no disponemos más que de una Tierra. Una diminuta isla en la inmensidad de las galaxias.

De ahí la urgencia en adoptar medidas que detengan la huida hacia el abismo. De ahí también, ante el cinismo de muchos líderes mundiales, la rabia de los miles de militantes ecologistas que convergen de todo el planeta hacia la capital danesa gritando dos consignas: "¡Cambiad el sistema, no el clima!" y "Si el clima fuese un banco ¡ya lo habrían salvado!".

Se cumplen diez años de las grandes manifestaciones de la "batalla de Seattle" que vieron nacer el movimiento altermundialista. En Copenhague, una nueva generación de contestatarios y activistas, en nombre de la justicia climática, se dispone a abrir un nuevo ciclo de luchas sociales. La movilización es enorme. La pelea va a ser grandiosa. Está en juego la supervivencia de la humanidad.

Notas:
(1) Recompensado colectivamente, en 2007, con el Premio Nobel de la Paz por sus informes sobre los cambios climáticos.
(2) Los árboles, las plantas y las algas de los océanos absorben y neutralizan el CO2, y producen oxígeno; de ese modo ayudan a combatir el efecto invernadero.
(3) Léase Harald Welzer, Les Guerres du climat. Pourquoi on tue au XXIe siècle , traducido del alemán por Bernard Lortholary, Gallimard, París, 2009.